¿De quién es este táper?

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Periodista, licenciado en Comunicación por la Universidad de Sevilla, experto en Urbanismo en el Instituto de Práctica Empresarial (IPE). Desde 2014 soy socio fundador y director de lavozdelsur.es. Antes en Grupo Joly. Soy miembro de número de la Cátedra de Flamencología; hice la dramaturgia del espectáculo 'Soníos negros', de la Cía. María del Mar Moreno; colaboro en Guía Repsol; y coordino la comunicación de la Asociación de Festivales Flamencos. Primer premio de la XXIV edición del 'Premio de Periodismo Luis Portero', que organiza la Consejería de Salud y Familias de la Junta de Andalucía. Accésit del Premio de Periodismo Social Antonio Ortega. Socio de la Asociación de la Prensa de Cádiz (APC) y de la Federación Española de Periodistas (FAPE).

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Un frigorífico sin táperes es como un jardín sin flores. O mejor dicho: un frigorífico es un jardín de táperes: redondos, cuadrados y rectangulares; transparentes y opacos; blancos y de colores.

La llegada de un frigorífico al trabajo siempre es un motivo de alegría. Es el complemento ideal para el microondas que se compró hace algunos meses y que se encontraba un poco solo, porque era el único electrodoméstico que había en la oficina.

La fauna que puebla una nevera es tan variada que se podrían hacer varios documentales sobre ella. Latas de refresco conviven con yogures bío, cartones de leche desnatada sin lactosa —porque en la máquina de café sólo hay leche entera; todavía no se ha enterado de que vivimos en la era de las intolerancias, alimentarias o no—, un par de huevos, una cuña de queso que alguien se trajo del pueblo, una botella de cava —casi vacía, de las últimas Navidades, que nadie se atreve a tirar, por si acaso se regenera y vuelve a llenarse o le surgen de nuevo las burbujitas como por arte de magia—, medio limón reseco —que, por contrato, tiene que figurar en cualquier frigorífico que se precie—, un vasito con un poco de bicarbonato —para matar los malos olores— y, por supuesto, el producto estrella: los táperes [1].

Un frigorífico sin táperes es como un jardín sin flores. O mejor dicho: un frigorífico es un jardín de táperes: redondos, cuadrados y rectangulares; transparentes y opacos; blancos y de colores.

A veces, se ponen etiquetas con los nombres de los propietarios para que nadie se equivoque o para que, si alguien se equivoca, le repita la etiqueta. Hay uno, al fondo, rectangular, con la base transparente y la tapa naranja, que contiene pescado hervido y brócoli, con un pósit [2] en el que se puede leer: "María. Contabilidad". María, desde aquí quiero decirte: el pósit es innecesario. Nadie quiere robarte tu pescado hervido y tu brócoli. Si fueran unas costillas con salsa barbacoa, acompañadas por unas patatas fritas, otro gallo cantaría.

Todo es alegría y felicidad hasta que, de repente, un día, la nevera comienza a oler mal —vaya, el bicarbonato no es infalible...—. Cada vez que alguien abre la puerta, una peste recorre el departamento y se instala, cómodamente, durante varios minutos, en los que los "Qué mal huele" se suceden sin cesar, como si cada uno de los allí presentes estuviera a obligado a decirlo para dar fe de que sí: huele fatal.

Se tiran, entonces, sin piedad ninguna, en gabinete de crisis, los yogures caducados —sólo, un día, pero nunca se sabe—, el cartón de leche desnatada sin lactosa —no parece que huela mal, pero...—, el huevo solitario —pobre viudo; ve con tu compañero—, los restos de la cuña de queso del pueblo —para lo que queda, ya...—, y, por fin, la botella de cava. Ya sólo quedan los táperes.

Satisfechos, se deshace el gabinete de crisis y vuelve la normalidad a la oficina. Pero sólo, momentáneamente. Los "Sigue oliendo mal" empiezan a ir de boca en boca en cuanto alguien se asoma al interior de la nevera.

Se inicia otra investigación, más exhaustiva, esta vez. Tras acercar la nariz a todos y cada uno de los táperes que hay guardados, se llega a una conclusión:

—Parece que es este el que huele mal.

—¿De quién es?

—No pone el nombre.

—¿Qué tiene?

—Parece pescado...

—Mío no es. Tengo alergia a los anisakis.

—Tiene unos sobres de kétchup...

—Mío, tampoco; yo no como azúcar, y el kétchup tiene un montón.

—Lo otro parece brócoli...

—A mí me da gases...

—¡Es de María, de Contabilidad!

—No, no. Mío no es, que yo siempre pongo un pósit con mi nombre y, además, no tiene la tapa naranja.

El cerco se estrecha y, tras varios minutos de silencio, el culpable se desmorona y acaba confesando:

—Es mío. Me surgió un plan para comer hace dos semanas y me olvidé por completo de que estaba ahí.

La gestión de la crisis termina con el táper envuelto en varias bolsas de plástico y depositado en un contenedor que esté lejos de la oficina —si está en otra provincia, mejor que mejor—. El culpable, como castigo, no podrá reclamar su táper y tendrá que comprarse uno nuevo.

[1] Nota de la escritora: haciendo un enorme esfuerzo y plegándose a las recomendaciones de la RAE y la Fundéu, se ha escogido táperes como plural de táper, despreciando las formas inglesas tupper y su plural: tuppers.

[2] N. de la E.: lo mismo; se escoge pósit en lugar de post it.

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