Se dice que tanto en el amor como en la guerra, todo vale… Y nada más lejos de la realidad. Según el destacado psicólogo y filósofo Erich Fromm, en su libro El arte de amar, el amor es la respuesta al problema de la existencia humana que resuelve el conflicto de la separatidad, que es la fuente de toda angustia.

Estar separado significa estar aislado, sin posibilidad alguna para realizar las capacidades humanas. Las personas se sienten desvalidas e incapaces de aferrarse al mundo, puesto que el hombre no puede vivir en soledad. El problema es cuando las personas llevan este punto más allá de los límites y se dejan llevar por lo que la sociedad ha podido calificar de “normal” hasta las últimas décadas. ¿Quién no ha vivido de cerca, entre parientes y familiares, relaciones tóxicas enquistadas, de resignación y con un irrebatible sello de aprobación social? Y lo peor, es que hoy en día, se sigue considerando una situación normal, e incluso, a veces, lo deseable.

¿Quién no ha visto faltas de respeto entre parejas, desprecios hacia los sueños e ilusiones del otro, agresiones verbales, actitudes de sumisión y anulación, ninguneo, comentarios despectivos, y como no, las infidelidades? Mucha gente, cuando se habla de este tema, suelen responder que las relaciones no son perfectas; o que a las personas hay que aceptarlas así como son; que no se puede ser tan exigentes. Lo que a mí me asusta y sorprende cada vez más, es ver incluso personas de las generaciones actuales buscar relaciones de ese tipo, de las que denominamos “normales”, – cuando de normales no tienen nada -, quizá para imitar los mismos patrones que vieron en su infancia de la mano de padres y familiares; porque lo “normal”, se convierte en tóxico en cuanto se comienza a agredir mínimamente nuestra autoestima, nuestra determinación o nuestra libertad de elección.

Es cierto que ninguna relación es perfecta, pero también es cierto que esa imperfección nunca debería corresponder a sufrimiento. Todos necesitamos cariño, cuidado, diversión, protección y, por su puesto, amor. Los seres humanos llegamos a alcanzar ese bienestar gracias a las conexiones íntimas con otras personas que nos enriquecen nuestras vidas, pero lo más importante de todo y lo principal, es sentir la verdadera armonía con nosotros mismos. Cuando todo depende de una sola persona, de lo que hace, de lo que dice, de sus cambios o de sus decisiones, es cuando aparecen los primeros síntomas de toxicidad. Cuando pasamos de hacer las cosas con amor a hacerlas por amor, intentamos alcanzar esa falsa plenitud con las frágiles hebras de la posesión, las exigencias, el control o los celos.

Muchas parejas comienzan su camino con un enamoramiento idealizado, el cual se va diluyendo y en vez de evolucionar y desarrollarse hacia un amor adulto, degenera hacia la dependencia. Estas son las típicas relaciones de aburrimiento rápido, pero que al final tiran adelante como hicieron sus propios padres, hasta que ya uno de ellos empieza a estar frío o distante, o incluso, ya aparece un tercero y todo termina en un mar de culpas y recriminaciones, sin que ninguno quiera ni reconocer, ni confesar, que ya hacía tiempo que empezaron a dejar de quererse. En otros casos incluso, las relaciones ya nacen desviadas.

Donde la estafa emocional, el no compromiso, la indiferencia afectiva, el abuso, el maltrato o los celos obsesivos son agentes tóxicos habituales en vínculos y uniones enfermizas, donde el denominador común es una dependencia insana que nos paraliza, nos ciega y nos impide y dificulta el tomar las riendas y elegir no ser degradados, manipulados o controlados. Ser consciente de que el amor no es y no puede ser sinónimo de sufrimiento es un paso adelante. La solución está en conseguir la unión interpersonal, un amor maduro que conserve la individualidad y que se base en el respeto y en el deseo de dar, es decir, el deseo de conseguir la propia felicidad con la satisfacción del otro.

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