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¿Pero a quién no le gustaría sentirse con diecisiete años y entregarse a la pasión?

El mito del amor romántico ha sido devastador. ¿Cómo hemos llegado a pensar que la persona con la que voy a convivir cincuenta años podrá seguir siendo un príncipe azul, o, incluso, solo un príncipe?, ¿tanta admiración nos produce la monarquía y la aristocracia?

Seducir y ser seducido es la esencia del amor romántico (poder, al fin y al cabo). Si una persona está rendida a tus pies, te sobra el mundo. El problema es que el seductor necesita, con la misma intensidad y al mismo tiempo, ser seducido. Es un juego circular, un palíndromo afectivo. El hechizo seduce al hechizado… y, también, al hechicero. A éste último, en ocasiones, la trampa le coge desprevenido y, a veces, se tornan los papeles en un toma y daca entusiasmado (fijaos que entusiasmo significa etimológicamente endiosamiento: cuando alguien está entusiasmado se siente como un pequeño dios). Como si tuviera un chute de adrenalina.

Pero confundir amor con enamoramiento –durante toda la vida de la pareja y no solo en los primeros años- es un exceso adolescente e injustificado. Y la fuente de no pocas grandes decepciones. A veces elegimos nuestra pareja como si ella estuviera destinada (destino, ¡qué palabra tan desafortunada en este contexto!) a satisfacer todos nuestros deseos e, incluso, nuestras necesidades más antiguas e inconscientes. Pero ningún mortal puede dar tanto y ni siquiera cabalmente se le puede exigir tanto.

Para una época de la literatura el amor romántico ha podido ser útil. En la vida de las parejas conviene que el primer enamoramiento dé paso a una relación más equilibrada, más sosegada, más cotidiana, que nos permita encarar las dificultades que inevitablemente trae consigo la vida familiar con mayor temple y menos alboroto.

¿Pero a quién no le gustaría sentirse con diecisiete años y entregarse a la pasión -aunque fuese un breve tiempo- y tener el delirio de que esa persona –y solo esa- tiene en sus manos mi felicidad total y absoluta?: Con ella seré absolutamente feliz; sin ella, totalmente desgraciado. En ocasiones, esta necesidad de seducir y de ser seducido se parece mucho a una adicción.

Por suerte para el destino de las personas y para las listas de espera de los ambulatorios de atención primaria, las cosas no son tan extremas aunque este mundo folletinesco de la televisión nos lo quiera hacer creer.

El cuidado mutuo y el enriquecimiento personal, por una parte, y la protección de la prole –en el caso de que decidan tenerla-, por otra, son las dos tareas fundamentales que sostienen el compromiso de la pareja. Es decir, una línea vertical más biológica (más impuesta) que une a nuestros padres con nuestros hijos y una línea horizontal más social (más elegida) que nos une a nuestra pareja en una relación más igualitaria. Pero amar no es saldar carencias, tapar vacíos, llenar ausencias… ni ofrecer el cielo. El cielo prometido está muy alto…aquí solo tenemos vida. No es poco.

Esto así dicho parece sencillo pero la cantidad de parejas rotas o vidas de parejas en las que aparecen conductas violentas, narcisistas, incompetentes, que manipulan a los hijos contra el otro, que desisten de sus deberes conyugales o paternos…etc., son tan numerosas en nuestra sociedad que da la impresión de que las enseñanzas más importantes para la formación de nuestros jóvenes padres no aparecen ni en la reforma del Bachillerato (¿para qué queremos Filosofía en el Bachillerato?, rebuzna el ministro) ni en la formación ineludible en el interior de la familia, pues ¿cómo puede aprender uno a ser un buen padre o madre sino habiendo tenido un buen padre y una buena madre, es decir, habiendo sido tratado como hijo?

A veces, la vida es más complicada de lo que parece. Otras veces, no. Saldar nuestras cuentas pendientes es tarea de cada uno. No carguemos al otro con lo que no es suyo.

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