Muchas veces me pregunto —suele pasar cuando me alimento— qué diferencia hay entre uno de esos hombres y mujeres de Auschwitz —que salen famélicos y al borde de la aniquilación en los reportajes— y yo. Me lo pregunto a mí mismo..., a un jerezano de a pie con una mano en el costal y la otra en el pecho... Y la respuesta es nada.
Nada. No logro encontrar la diferencia. Ellos tenían sus trabajos, sus familias como cada uno de nosotros, sus deudas, sus amantes, sus miedos y esos logros callados de cada día. Tenían un lugar donde nacieron —como tú y como yo— y un año de nacimiento en la planta de los pies y otra de muerte bajo la lengua. Nada tan rotundo que pudiera salvarnos a última hora de la total extinción de nosotros y de nuestras familias como ocurrió tristemente con millones de personas, con sus respectivas memorias y los viejos caminos de la sangre. No veo diferencia alguna salvo la maquiavélica mano del podrido sistema.
Un monstruosa máquina —comandada por un hombre y engrasada por miles de bestia— gritó una noche que debían de morir gitanos, negros, judíos, maricas y vagabundos para que la economía de un país mejorara; los judíos porque jugaban con el dinero, los negros porque olían y fornicaban como animales, los gitanos por vagos y ladrones, los maricas por invertidos y así hasta que sólo quedaran los productivos, los íntegros y los razonables.
Y pasó y volverá a suceder. Y podría tocarte a ti..., al andaluz vago que no quiere trabajar y vive a costa del catalán; al enfermo crónico que reclama más cuidados y cama blanda a un sistema sanitario que no puede cargar con más enfermos; al anciano de 90 años que no se cansa de vivir y agota indiscriminadamente las reservas del fondo de pensiones y la paciencia de los más fuertes. Podría tocarte a ti..., a esa mujer que no ha decidido abortar para traer otra boca que alimentar al mundo y otro animal que educar.
Te tocará a ti —porque todo vuelve— cuando no puedas alimentar a tus hijos y tengas que suplicar trabajo y una vida nueva en un país extranjero con muros imposibles de superar; cuando por casualidades del destino triunfe un golpe de Estado —no como el patético de Tejero— y tengas que embarcarte en una lancha en Conil, con lo que quede de tu familia, para escapar de la guerra que empezó en Madrid.
Te tocará a ti y a mí. No lo dudo. Empieza a contar.