La puerta estaba abierta cuando llegué..., dejando escapar la oscuridad que campaba bajo los techos de aquel casco de bodega perdido en las orillas de ese Jerez que no sabía de campanarios, de murallas ni viejas veletas.

Decidí entrar en la nave -como aquel que teme al mar- quedándome bajo el marco del portón. No había nadie o nadie quería presentarse ante mí.

Paralizado, en el refugio de mis dos pies anclados, contemplé aquel arca de Noé que tenía delante de mis ojos: caballos de madera relinchando en la misma frecuencia en la que parlamentan los insectos; reyes de escayola -mudos y sin corona- mirando el infinito al que nunca llegarán; locos y cuerdos cohabitando en el mismo olvido; sillas de nea -colgadas del techo como fruta madura- con sus patas rozando el agujereado techo de uralita; una santona mejicana haciendo equilibrios a cuatro metros del suelo en uno de los muros oscurecidos con pintura negra..., y nadie.

Y después de nadie, colándose en el otro extremo de la bodega por una puerta que habían olvidado cerrar, un tren (con viajeros que siempre me serán invisibles) llegó para romper aquel extraño silencio teatral tejido a mano durante casi cuarenta años; luego sus sombras -o lo que había quedado de aquel tranvía en su huida- me llevaron a dirigir la mirada hacía uno de los costados del bodegón..., donde se apiñaban en orden cósmico miles de personajes de todas las épocas, gloriosas y fatales, de la humanidad: cascos griegos -hechos con hojalata y cuerda- cubriendo aquel improvisado campo de batalla, jinetes sin cabeza y sudarios de forzados mártires... Miles de vidas, en estado de hibernación, esperando a ser elegidas para volver a la vida o a la muerte sobre un escenario.

Gaspar..., ¿estás aquí? lancé la pregunta a aquella oscuridad dispuesta a romperse en mil pedazos con una palabra..., pero no hubo respuesta aunque el hecho de que aquello estuviera de pie -la bodega entera con sus mil Babilonias a punto de estallar- me confirmaba que él se encontraba allí..., observándome desde alguno de sus mundos.

A lo lejos y al mismo tiempo, fuera de los muros, un gallo exigía su lugar en la tierra y varios perros parecían ladrar al suelo ya que sus aullidos sonaban como martillazos en las arenas de un descampado..., pero dentro de aquel teatro -sin huesos ni espinas- se podía rescatar, del profundo silencio, la respiración de una persona..., era él.

“Cuando dejo de ser yo..., soy más yo que nunca”, exclamó una voz sobre mi cabeza a  la vez que un círculo imperfecto y luminoso -acompañado de su único latido eléctrico- se plantó en mitad del escenario por arte de magia; me acerqué lentamente al abismo de aquel pozo de luz y comencé a reír; sabía que hablaba un actor..., y no podía ser otro -allí en mitad de la Nada- que él.

(Dedicado a Gaspar Campuzano, miembro fundador de la Zaranda)

Santiago Moreno es escritor y guitarrista.

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