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Mi barrio —cuando se llenaba de noche— pasaba a convertirse en una diminuta isla mediterránea sin puerto alguno. Circundada por un gran mar de tierra roja repleto de infinitos carriles e insectos de toda calaña y con un Jerez flotando a una hora de línea siete me era muy fácil pensar que éramos habitantes de una isla a la deriva.

Mi casa —a veces la primera de la barriada o la última— era el lugar por donde entraban y hacían acto de presencia los maleantes huidos de otras tierras y esos seres extraños que gustaban de atravesar la delgada frontera que separaban lo que era hasta hace poco el Otoño del Invierno.

Una de esas noches apareció. Lo hizo justamente cuando nosotros —los guardianes de las orillas secas— ya estábamos rendidos de correr, la tarde entera, tras tocar el timbre de las puertas de los vecinos y lastimarnos las rodillas al lanzarnos a las tripas de los coches para escondernos.

Aunque al hombre del saco, verdaderamente, de nada le servía esconderse, ya que el eco de sus pisadas terreras y su fama le precedían. Todos —y más aquellos días de noviembre— sabíamos que gustaba de atracar su barca invisible, en el poste de la luz que aún permanece a pocos metros de mi casa, y abalanzarse sobre la población. Pero lo que nadie conocía era su hora exacta. Demasiados monstruos llenaban nuestra mente para tener que acordarnos de los azares de uno solamente.

Pero allí estaba él, esa noche de chándal y estrella, con su eterna cojera que podía llevarle a arrastrar tanto la pierna izquierda como la derecha. Abrigo negro hasta los tobillos y sombrero de alas rotas y un saco enorme que hacía un ruido insoportable, a tormenta de piedras de mar y maullidos de gatos en celo.

Arribó cuando sólo mi hermano y yo estábamos para defender aquel paso piteño de las Termópilas. Nadie más. Así que era él o nosotros. Sangre o piedras. Y como si de un ejército de viejos soldados fuera, comenzó a lloverle la furia descontrolada de aquellos dos niños que sabían que no tenían que tirar a dar. Y aquel viejo de los años ochenta —de cuarenta y tantos— empezó a decir nuestros nombres y a reírse de su propia estupidez y a pedir una clemencia que sabía de sobra que jamás iba a necesitar hasta que logró llegar a nosotros para darnos su achuchón de menta y colonia de afeitar que siempre, siempre, acompañaba con una nueva pelota de reglamento. "Habéis estado a punto de darme", decía cada año hasta que los monstruos —los de verdad— fueron apareciendo en la vida de cada uno de nosotros y le obligaron a dejar de hacerlo.

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