Un momento del ataque de EEUU en Bahía de Cochinos. Foto  Rumlin
Un momento del ataque de EEUU en Bahía de Cochinos. Foto Rumlin

Este año se cumplen 60 años de un desastre que no supieron prever las mejores cabezas de la Casa Blanca. Pocos mandatarios de Estados Unidos, en efecto, han empezado tan mal en política exterior como John F.Kennedy. Al poco de instalarse en el Despacho Oval no se le ocurre nada mejor que autorizar una invasión de Cuba por parte de fuerzas anticastristas. La expedición acabará como el rosario de la aurora después de una planificación que podemos calificar, en el mejor de los casos, de chapucera. Esta operación, en la línea del anticomunismo típico de la guerra fría, da a entender que JFK supuso un cambio más en el estilo que en la sustancia. En 1961, el dinámico líder demócrata era un hombre progresista para los estándares americanos, pero mucho más conservador de lo que pretende su leyenda dorada.

El intento de derrocar a Fidel fracasa miserablemente en Bahía de Cochinos. La derrota evidencia el mal funcionamiento del proceso de toma de decisiones dentro de la administración demócrata. Nadie se ha atrevido a decirle la verdad al presidente, ni siquiera su secretario de Estado, Dean Rusk. Consciente de que él no era la primera opción para el cargo, Rusk no tiene la confianza necesaria con JFK como para plantearle sus dudas acerca de aquel proyecto descabellado. En sus memorias, admitirá con franqueza que en aquellos momentos no sirvió demasiado bien a su jefe (“I myself did not serve President Kennedy very well”). La operación le pareció, desde el principio, una violación de las leyes internacionales. Sin embargo, nunca expresó sus dudas de forma explícita en las reuniones de planificación. Se limitó a intentar señalar los puntos débiles del proyecto.

El propio Kennedy, cuando ya nada tenga remedio, se asombrará de que nadie fuera capaz de advertir que todo el plan era una estupidez. “Supongo que uno se aísla de la realidad cuando desea tanto que algo triunfe”, le comentó a uno de sus amigos.

En sus palabras había autocrítica, también autojustificación. Poco antes del fracaso, en una carta fechada el 3 de abril, el economista John Kenneth Galbraith le había prevenido contra una política aventurerista. Le recordaba que la historia estaba llena de ejemplos de operaciones mal concebidas, en las que una hipotética ventaja no compensaba los riesgos asumidos. Eso es lo que había sucedido con la “fútil” campaña del Yalú, en la guerra de Corea, que había desacreditado a los demócratas. Poco después, la victoria en Guatemala hizo que Estados Unidos se enajenara las simpatías de toda América del Sur. Convenía, por tanto, que JFK conservara su imagen de líder no beligerante.

Tras independizarse de España en 1898, Cuba se había convertido en el patio trasero de los norteamericanos. Bill O’Reilly y Martin Dugard, en Matar a Kennedy (La Esfera de los Libros, 2013), aseguran que la relación entre la isla y Estados Unidos había sido, tras el triunfo de Fidel Castro, “muy pacífica, libre de tensiones y, en una palabra, fluida”. La realidad, sin embargo, fue justo la contraria. La Casa Blanca, aún encabezada por Eisenhower, hizo planes desde prácticamente el primer momento para derrocar a Fidel, al tiempo que recortaba en 700.000 toneladas las compras de azúcar cubano. Eso impulsó a La Habana a echarse en brazos de Moscú, que garantizó la adquisición de un millón de toneladas anuales durante los cuatro años siguientes. Los rusos prometieron también facilitar petróleo, acero y fertilizantes.

Para los críticos de Kennedy, Bahía Cochinos resultó un fracaso porque el presidente canceló la operación en lugar de seguir adelante. Él habría sido el culpable de las muertes y de que centenares de prisioneros se pudrieran en las cárceles comunistas. Pero suponer que la resolución del presidente habría garantizado la victoria es hacer historia ficción. En realidad, la operación era demasiado pequeña para alcanzar el éxito y demasiado grande para que Estados Unidos, en caso de fracaso, negara su responsabilidad. De todas formas, el inquilino de la Casa Blanca, contra toda evidencia, le dijo a Kruschev que su país nada había tenido que ver en la agresión.

Nadie sabe si las cosas hubieran podido suceder de otro modo. Si JFK actuó como actuó, fue porque temía que los soviéticos reaccionaran con un ataque a Berlín Occidental, de forma que el mundo corriera el riesgo de sumergirse en una conflagración generalizada. Este temor, seguramente, pecaba de exagerado. Según Jeffrey D.Sachs, Cuba no era tan esencial para los rusos como lo era Berlín para los americanos. No obstante, lo que importa es que, en aquellos momentos, Kennedy creyera plausible tal posibilidad. Avergonzado por el fracaso, pasaría el resto de su mandato tratando de compensar, de una forma o de otra, el formidable error de sus inicios, tal como señaló la historiadora Louise FitzSimons.

El intento de invasión falló, como fallarían los múltiples intentos para eliminar a Fidel Castro, planes que, a decir de Michael Burleigh, pecaban de “sobreelaboración”. En cierta ocasión, por ejemplo, los asesinos guardaron una capsula con la bacteria del botulismo en un frigorífico, pero no pudieron recuperarla cuando llegó el momento de colocarla en el batido del mandatario caribeño. Fidel se burló de todas estas conspiraciones chapuceras cuando dijo que las siglas CIA significaban, en realidad, “Agencia Central de Cretinos Yanquis”. La Mafia, mientras tanto, no permanecía ajena a los proyectos de magnicidio. ¿Cómo interpretar esta insistencia en liquidar a un gobernante extranjero? Se han multiplicado las acusaciones contra los Kennedy, supuestamente ansiosos por vengarse de un enemigo que los había humillado. Otros creen que Jack y Bobby no fueron personalmente responsables de estos intentos. Todo se debió a la inquietante tendencia de la CIA de actuar por su cuenta. No se han hallado órdenes directas, pero seguramente, si llegaba el caso, tampoco hacían falta. Hubiera bastado con una simple insinuación, un poco al estilo de cuando Enrique II de Inglaterra, en alusión a Thomas Becket, dijo: “¿Nadie me librará de este cura molesto?”. Por otra parte, también es posible que se hayan escrito muchas exageraciones sobre estas intrigas. Según Evan Thomas, biógrafo de Bobby, las conspiraciones para eliminar a Castro fueron más tontas que siniestras.

Bahía de Cochinos solo sirvió para fortalecer al régimen revolucionario, que pudo presentarse como defensor de la independencia nacional frente al enemigo capitalista. A JFK le quedaban muchas cosas por aprender, pero, como demostraría durante el resto de su mandato, sabía ser un alumno aplicado cuando se lo proponía.

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