El ex fiscal general del Estado, Álvaro García Ortiz.
El ex fiscal general del Estado, Álvaro García Ortiz.

La reciente sentencia del Tribunal Supremo que condena al fiscal general del Estado por un delito de revelación de información reservada ha abierto un debate que trasciende la figura concreta del condenado y alcanza al núcleo mismo del derecho penal en un Estado democrático. La resolución declara probado que la nota de prensa difundida por la Fiscalía, redactada según la sentencia por el propio fiscal general junto con su directora de comunicación, incorporaba pasajes esenciales del correo electrónico remitido por la defensa del investigado, en el que este expresaba su disposición a iniciar un expediente de conformidad. El Supremo considera acreditado que dicha divulgación vulneró protocolos, compromisos de confidencialidad y, sobre todo, los derechos fundamentales del investigado. Así lo expresa uno de los pasajes centrales, la información divulgada, aunque “no era un secreto”, sí constituía “una información relevante para no comprometer el derecho a la presunción de inocencia” del afectado, y su difusión tuvo un impacto mediático evidente, incluyendo su reproducción radiofónica y la amplificación en redes sociales, lo que “no permite entender que estamos en presencia de un mero supuesto de antijuridicidad formal sin encaje en el tipo previsto en el art. 417 del CP”.

La motivación jurídica de la condena ha despertado signos de alarma entre juristas y analistas, porque se articula sobre bases que rozan, cuando no cruzan, tres límites esenciales del derecho penal. El primero es la exigencia de responsabilidad individual y nominativa. El segundo, la improcedencia absoluta de trasplantar al derecho penal criterios de responsabilidad in vigilando, propios del derecho disciplinario o administrativo. Y el tercero, la prohibición constitucional de aplicar analogía in malam partem, que impide extender tipos penales más allá de lo que la ley describe expresamente. Estos tres elementos, juntos, convierten la sentencia en un texto jurídicamente que incurre en la nulidad. Y que ha sido calificado como “cantiflada” por el catedrático de derecho constitucional de la universidad de Sevilla Javier Pérez Royo  

La responsabilidad penal, a diferencia de la responsabilidad política o administrativa, exige siempre precisión, quién hizo qué, con qué intención y con qué relevancia típica. La sentencia describe un proceso de elaboración compartida de la nota de prensa. Según las declaraciones recogidas en el juicio, el documento fue construido por un “consejo de redacción” integrado por el fiscal general y la directora de comunicación, quien corrobora que ambos intervinieron y precisa su cuota de participación 

Dicho en términos estrictamente penales, esto obliga a un análisis diferenciado de las contribuciones de cada uno, obliga a identificar cuál fue la conducta típica personal del condenado. Pero el razonamiento final no desarrolla esa distinción, la Sala atribuye al FGE la autoría plena del delito o persona de su entorno , sin explicar si su intervención concreta fue la determinante del riesgo típico ni en qué medida su acción material excedió la de otros intervinientes  ni cuales  fueron estos . El riesgo aquí es deslizar la condena desde el plano penal hacia una especie de responsabilidad orgánica por razón del cargo, lo cual es ajeno a la lógica constitucional del ius puniendi. Las estructuras jerárquicas, por sí mismas, no generan responsabilidad penal. Lo penal es la esfera de la autoría y la participación personal, no de la responsabilidad simbólica.

Este déficit analítico se conecta directamente con la segunda cuestión. Aunque la sentencia no utiliza la expresión responsabilidad in vigilando, su razonamiento la roza en varios momentos. El texto subraya repetidamente que la información difundida “solo podía conocerse por razón del cargo” y que la posición institucional del fiscal general le imponía una especial prudencia con datos susceptibles de afectar a un investigado. Eso es correcto, pero propio del ámbito ético, político o disciplinario. El propio Supremo reconoce en otro pasaje que las infracciones del Estatuto Orgánico del Ministerio Fiscal no pueden “por sí solas justificar una incriminación penal” y que tales infracciones tienen su cauce sancionatorio, suspensión, traslado, separación del servicio, multa, dentro de la esfera administrativa, no penal 

El razonamiento, sin embargo, termina colocando precisamente ese deber institucional como cimiento indirecto de la condena. La Sala no dice abiertamente que el FGE es culpable por no vigilar adecuadamente la confidencialidad, pero el efecto práctico de su argumentación se aproxima a ese resultado, convierte la especial posición jerárquica en un elemento agravatorio o, peor aún, en un factor que permite imputar autoría. Y eso, desde la perspectiva del derecho penal, es improcedente. La vigilancia es un criterio administrativo, el dominio del hecho, un criterio penal. Lo segundo no puede inferirse automáticamente de lo primero.

El tercer elemento crítico es, quizás, el más delicado, la elasticidad con la que la Sala interpreta el artículo 417 del Código Penal. El tipo penal sanciona a la autoridad o funcionario que revele “secretos o informaciones” de las que haya tenido conocimiento por razón de su cargo. La Sala se apoya en la amplitud del término “informaciones”, lo cual es legítimo en abstracto. Pero ese movimiento hermenéutico debe detenerse cuando amenaza con invadir el terreno de la analogía prohibida. La sentencia reconoce expresamente que el correo electrónico difundido “no puede calificarse de secreto”, su carácter reservado proviene de protocolos internos, instrucciones y, en general, del deber institucional de preservar la presunción de inocencia del investigado. El salto desde esa consideración, disciplinaria, ética, institucional, hacia la tipicidad penal es un punto de una fragilidad jurídica tan escandalosa como sospechosa de contaminación política . Si toda información obtenida por razón del cargo, aunque no sea secreta en sentido estricto, se convierte en fundamento suficiente para activar el art. 417 CP, la frontera entre la infracción disciplinaria y el delito queda peligrosamente desdibujada.

No se discute la impropiedad de la actuación, de haber sido probada, ni el impacto desfavorable que pudo tener en los derechos del investigado. Lo que se discute es si el camino adecuado era el penal y no otro menos invasivo. El fiscal que difunda indebidamente información interna puede y debe responder disciplinariamente. Pero convertir ese acto , de haber existido cuestión esta a la que la sentencia llega  solo por inferencia lógica muy sesgada,  en delito exige una interpretación estricta del tipo, que la sentencia acomete con una amplitud que inevitablemente plantea dudas. De hecho, el propio razonamiento reconoce la existencia de conductas que, siendo también inadecuadas, no llegarían a desbordar la frontera administrativa para convertirse en penales. La sentencia explica que “no cabe conforme a la última ratio del derecho penal” elevar cualquier infracción disciplinaria a nivel penal, y cita jurisprudencia previa que exige un “perjuicio relevante” para que el salto esté justificado 

El problema es que el perjuicio relevante, en este caso, no se fundamenta en la naturaleza objetiva de la información, sino en su repercusión pública, lo cual abre preguntas complejas, ¿el tipo penal depende de la conducta o del eco mediático que esta produzca?, ¿puede la responsabilidad penal variar en función de la viralidad? La sentencia condenatoria debilita el principio de seguridad jurídica y amenaza la función del derecho penal como última ratio. Las instituciones deben responder a las malas decisiones de sus máximos responsables, pero esa respuesta no siempre debe adoptar forma penal. Confundir los planos, el político, el disciplinario y el penal, puede erosionar el marco de garantías que el propio Tribunal Supremo reivindica en su jurisprudencia.

Capítulo aparte merece la propia construcción de la prueba, basada en una simple inferencia lógica sin apoyo material alguno. A partir de la premisa de que “pudo ser el fiscal general del Estado desde donde partió la filtración”, se infiere que, por tanto, fue él quien la cometió. Si pudo ser él, entonces “es” él. Este razonamiento infiere  una  relación necesidad entre potencia y acto Se ignora así que pudieron ser muchos otros cientos  de funcionarios que tuvieron acceso a la información filtrada y que cualquiera de ellos pudo haber sido el origen de la filtración. Pero eso será para otro comentario  y no hace sino desnudar aún más lo que todo el mundo sabe, ya que primero lo condenaron y luego buscaron los motivos. 

 

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