Contra los payasos

Si alguien compara al Estado con un pedófilo en un jardín de infancia, la higiene mental más básica aconseja no tomárselo en serio

14 de junio de 2025 a las 10:15h
El presidente de Argentina, Javier Milei.
El presidente de Argentina, Javier Milei.

La educación estética es el principal problema político de nuestro tiempo. La forma no es algo separado del contenido. Dejen que comience a explicarme con una anécdota personal. En aquel tiempo feliz que fue mi infancia, los testigos de Jehová venían por casa y, en alguna ocasión, dejaban sus revistas. Mis padres no simpatizaban con ellos, pero recuerdo cómo dejaron escapar algún comentario aprobatorio a propósito de una crítica a la divinización del dinero. A mí, sin embargo, aquel discurso no me acaba de convencer. Había algo que me repelía. Era el tono en exceso moralista.

Yo respondía que Francisco de Quevedo había escrito “Poderoso caballero es don dinero” y que eso sí me gustaba. ¿Se reducía todo, tal vez, a decir lo mismo de dos maneras distintas? En absoluto. Lo del grupo religioso iba acompañado de un inconfundible aroma a mojigatería. En cambio, nuestro gran poeta miraba resueltamente a la realidad y decía las cosas por su nombre. 

Ahora me doy cuenta de que mi sentido de la estética me había puesto, sin que yo fuera consciente, en el buen camino. Desde entonces, he acumulado incontables razones para pensar que el mal gusto solo puede llevarnos a la perdición. Lo compruebo un día sí y otro también con tantos impresentables que, como Donald Trump, ocupan el poder. Podría dar un millón de razones ideológicas para expresar mi rechazo a estos payasos, pero la raíz de mi repugnancia, creo yo, es esa vulgaridad que todos comparten y que atenta contra cualquier forma de concebir la belleza. ¿Por qué la gente escoge a políticos que se empeñan en darnos toda clase de ejemplos de lo que no debemos hacer?

El argentino Javier Milei es otro de esos tipos poco recomendables aupados por los caprichos de la fortuna. Egocéntrico, extremista, escandaloso… Al leer que algunos ultraderechistas dicen que quisieran a alguien como él en España, no puedo evitar que me sacuda un escalofrío. Quiero demasiado a mi país para desearle semejante hecatombe. Tengo sobre mi mesa Milei. Una historia del presente, la reciente biografía que le ha dedicado el periodista Ernesto Tenembaum. Se trata de una radiografía solvente de un fenómeno mediático que ha conseguido llegar, a fuerza de excesos, hasta la Casa Rosada y presentarse a nivel mundial como un guerrero de las libertades y no como lo que realmente es: el Caballo de Troya de los liberticidas. 

Las contradicciones de Milei serían cómicas si no tuvieran consecuencias desastrosas. Quiere destruir el Estado, pero lo preside y cobra su sueldo de él. Si de verdad fuera coherente con sus principios, tendría que disolver Argentina. Por otro lado, sus análisis grotescos invitan a la hilaridad. Quiere convencernos de que no hay diferencia sustancial entre nazis, socialistas, comunistas, progresistas o nacionalistas, porque todos ellos estarían empeñados en el poder público controlara todos nuestros actos. La paranoia, propia de la teoría de la conspiración, se eleva a la categoría de principio político. 

Pero eso no es lo peor. Lo más devastador es la forma en que Milei hace de la maldad una ideología defendible. La justicia social, a sus ojos, no es más que injusticia. Fijémonos en que no dice que los medios de la izquierda sean ineficaces para llegar al de esa justicia, sino que es ésta, en sí misma, la que no resulta deseable. Uno, al leer sus desvaríos, piensa que tal vez su referente no es Hayek, ni Mises, sino la Bruja Avería: “¡Viva el mal, viva el capital!”. 

Milei no es un liberal sino todo lo contrario. Liberal, en su sentido clásico, alude al valor de la tolerancia. El presidente argentino, por ejemplo, ha demostrado de sobras su peligrosa tendencia al abuso de poder y al exabrupto contra cualquier disidencia por mínima que sea. En cuanto comparó la homosexualidad con enamorarse de un elefante debieron saltar, de inmediato, todas las alertas. Sin embargo, sus partidarios, solo lo juzgaban con un criterio: el económico, por llamarlo, con más precisión, economicista. Llama la atención la admiración de conservadores de todo el mundo, ciegos ante el hecho de que, propiamente hablando, nuestro hombre es un revolucionario. De derechas, pero revolucionario. No quiere garantizar el statu quo sino destruirlo para dejar paso a su particular utopía empresarial en la que ya no cuenta el acceso de los más pobres a derechos como la sanidad y la vivienda. 

¿Milei un héroe de la libertad? Para eso tendría que venerar la tradición de 1789 en lugar de ciscarse en ella. Su impostura, compartida por tantos otros neoliberales, consiste en separar lo que nunca debería ser separado: la libertad iría por un lado y la igualdad y la fraternidad por otro. Serían incompatibles. Pero no. Como la Trinidad católica, son solo tres vertientes de una misma sustancia, la de la emancipación. 

Si alguien compara al Estado con un pedófilo en un jardín de infancia, la higiene mental más básica aconseja no tomárselo en serio. Una comparación de una zafiedad tan indiscutible debería descalificar, ipso facto, todo lo que su emisor pueda decir. Lord Chesterfield dijo en el siglo XVIII, con toda razón, que el estilo es el ropaje del pensamiento. Cuando se nos dicen las cosas de un modo tan tosco y brutal, ¿merece la pena concederles un espacio para la reflexión? Vivimos en un mundo en el que todo favorece la violencia verbal y la falta de matices. Negarse a entrar en ese juego ya es algo, per se, subversivo. Tal vez, si empezáramos con la estética, nos sería más fácil pasar a la ética y rebelarnos contra tanto payaso que acapara titulares. Milei quiere ser el emperador. Entre todos tenemos que decirle que está desnudo. 

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