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Que si ella se tiraba todo el día para ganar dos duros y que uno viene y gana lo mismo con un cantecito...

No estaba cuadrando mal la mañana. Los churros tenían el ideal de aceite..., ni grasientos ni secos; el salmón estaba a un precio razonable y el sol parecía más de primavera que de otra cosa. La verdad es que no habían pintado mal la mañana hasta que ella, una de las camareras o la única de aquel bar junto al mercado de Abastos, le gritó a Camilo —el guitarrista francés que vemos por Jerez— que compartiera el dinero que le habían dado los turistas por su cantecito o que se fuera a otro sitio pero que allí nanai

Nanaí porque según ella —con su bandeja vacía a modo de disco griego— tenía las uñas gastaitas de trabajar..., más que él. Que si venía a robarle el bote de los clientes que qué menos que compartirlo, cojones. El guitarrista, igual que muchos de nosotros, se quedó de piedra. El chaparrón le llegó de golpe, sin antes haber barruntado tormenta, y al que sólo quiso responder con una encogida de hombros. Ni una palabra y esos que los franceses, como dice un amigo no tan amigo mío, insultar son los números uno.

Pues no. Se quedó callado, guardó la guitarra en su funda, sonrió a todos aquellos que habíamos decidido darle unas monedas y se fue con la música a otra parte. Ella no. Ella siguió con su teoría de la conspiración. Que si ella se tiraba todo el día para ganar dos duros y que uno viene y gana lo mismo con un cantecito. Que si ella estaba enlomá de trabajar y que él, siendo de por ahí fuera, estaba mejor que ella. Que si ella es la que después le pone los cafés y no él a ella.

Toda esa jauría de palabras acompañada de una mirada que invitaba a dirigirla hacia el edificio polémico de la plaza Esteve para tirarlo de una vez por todas y a coste cero. Pero no sé por qué pero sus teorías de la maldad no cuajaron. Hecho que me sorprendió ya que aquí somos muy de seguir el curso de los ríos. De hecho, hubo más de una anciana que le recordó que todos teníamos y tenemos el derecho de ganarnos la vida y que tampoco hacía mal a nadie.

Hasta cobrará una paga soltó la mujer como tralla final pero nadie, salvo yo que la tenía a un escaso metro de distancia, hizo por escucharla en su camino de vuelta a aquel coqueto bar que sus palabras lo habían convertido de golpe en el agujero negro de Jerez. Pedí la cuenta. No quería tragarme otro discurso ennegrecido por pura cobardía y más cuando aquello me llevó a pensar en una conversación que había tenido que soportar días antes.

Esos negritos que tú ves en la calle viven mejor que tú y que yo proclamó el individuo a todos los que estábamos a su lado. ¿Cómo responder con ciencia a tal burrada? Yo no supe cómo hacerlo pero una muchacha lo hizo por mí. Si tanto te quejas de la suerte que tienen... cámbiate por uno de ellos. Anda, corre.

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