127 muertes registradas en 24 horas en Andalucía, récord en la pandemia. En la imagen, Sanitarios preparándose para realizar un cribado masivo de coronavirus.
127 muertes registradas en 24 horas en Andalucía, récord en la pandemia. En la imagen, Sanitarios preparándose para realizar un cribado masivo de coronavirus. MANU GARCÍA

 

Ha dado usted positivo en las pruebas del covid-19. La noticia cayó sobre mí como un mazazo porque no lo esperaba. Seis días antes había empezado con síntomas: dolor de garganta y fiebre que yo confundí con uno de las típicas faringitis que yo cojo en lo cambios de estación de primavera y otoño junto a millones de españoles de los años sesenta a quienes la autoridad sanitaria de la época nos extirpó las amígdalas por sistema, dejándonos la garganta sin defensas.

Así que cuando me metieron el hisopo por la nariz hasta el sentío, nunca pensé en que saliera positivo. Yo. Que voy como un astronauta. Con doble mascarilla. Que no voy a ningún bar. Que no voy a ninguna fiesta. Pues nada. Lo pillé ¿Cómo? No lo sé con seguridad, pero creo que ha sido en algún supermercado donde no me he lavado bien las manos con el hidroalcohol y he tocado algo contaminado por alguien previamente y luego me he tocado los ojos, porque tengo la mala costumbre de tocarme la cara sin darme cuenta. Así que pienso que se me ha colado por los ojos. Por culpa de las dichosas gafas. Que si te las pones, no ves porque se empañan. Que si te las quitas, no ves porque las necesitas.

El caso es que me quedé en estado de shock. Tranquilo, me dijo mi doctora. Por teléfono, claro. Estás ya en el día siete y en condiciones normales es el peor día que tienes que estar pasando. Realmente no lo he pasado mal. Ha sido como una pequeña gripe, con fiebre no superior a 38.5 y que me duró siete días, luego todo fue remitiendo, salvo la aparición de la tos, que cuando escribo esto todavía persiste y un poco de dolor de cabeza a veces. Pero eso es la historia de mi vida, cada vez que me resfrío, me llevo un mes tosiendo, o exactamente, lo que tardo en tomarme dos botes de jarabe para la tos, de esos que no valen menos de ocho euros.

He tenido suerte, lo sé, para cómo lo pasan otras personas que incluso mueren, como murió mi padre sospechoso de covid en mayo pasado en pleno confinamiento. Sin adiós, sin acompañamiento, sin funeral, sin nada. Solo, el pobre mío, con la única compañía del personal sanitario.

Lo peor de esto no ha sido lo físico: ha sido lo psicológico. Tenemos la mente contaminada. Tenemos mucha información sobre la covid. La cabeza da vueltas. Vale. Estoy bien. Ahora. Pero ¿Y después? La doctora te llama y te pregunta. ¿Respiras bien, notas falta de aire, tienes cansancio, has perdido el olfato y el gusto? No, no tengo nada de eso. Pero cuando colgaba, como en el enfermo imaginario de Moliere, me aparecían todos los síntomas. Era la dichosa ansiedad. Menuda ansiedad y sus ataques de pánico. Eso ha sido lo más. El miedo a ponerte peor. 

Desconecté toda información del exterior que añadí a mi encierro obligatorio y lógico en casa. Sólo películas de Netflix. Solo libros. No quería saber nada. Que nadie me hablara de la enfermedad. Yo, que suelo contar todo lo que me pasa porque no puedo estar callado, cambié de la noche a la mañana. Me volví seco, mudo, lo viví solo. La compra la hice por internet. Las medicinas me la trajeron de la farmacia. La basura me la tiraba una vecina.  Poca gente lo supo hasta que empecé a mejorar, que se lo dije a unas cuantas personas y luego ya a más.

No tenía ganas de escuchar nada ni a nadie que me pudiera poner peor. Alguna llamada se me colaba preguntando por mí y me contaban los muertos que iban y los contagios. Cortaba rápidamente, no quería oír. Practicar reiki, meditación, oración, porque soy una persona espiritual, me ayudó a sobrevivir a la ansiedad y lograr momentos de tranquilidad y paz que el lorazepam sólo no consigue.

Llegó el día que me puse mejor y ya pude salir, trabajar y volver a mi vida cotidiana. Con el susto aún en el cuerpo. Dando gracias por haber superado esto. Y poco a poco retornar a la normalidad, si es que uno puede ser normal después de haber vivido esto.

Me monté en mi coche para ir a recoger el alta al centro de salud. Porque no puedes ver a tu médico, pero como el sistema informático que te envía las bajas y las altas no funciona, tienes que ir en persona a recogerlo. Paradojas de esta vida. Pongo la radio, y escucho un informativo. Me pongo al día. Me entero de los contagios por coronavirus y de las muertes y no puedo dejar de sentir un repeluco. Escucho que alguien quiere fusilar a 26 millones de españoles. Como si los fusilamientos de la covid-19 hubieran sido pocos. Seguro que también estoy yo en la lista macabra esa, porque en 2020 es que me toca de todo. Ni se pueden imaginar el desprecio que siento. Cambio la emisora y pongo música. Veo por la calle a mucha gente aún sin mascarilla. Solo pienso en que tengan suerte y que no contagien a nadie vulnerable porque se nos va.

En fin. Esta pandemia no ha cambiado a casi nadie que no haya padecido la enfermedad, ya sea como enfermo, víctima o familiar. El resto va a lo suyo. Como si nada ocurriera. Como si nunca les fuera a tocar.  Pues nada. No tendremos solución. Soy pesimista en esto. No confío ni en la mayoría de la gente ni en sus representantes. Temo a la cuesta de enero que a ver cuántas vidas nos cuesta. Y mientras todo sucede, a disfrutar cada día que amanece. A vivir, que literalmente, pueden ser solo dos días.

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