Un joven, asomado a un precipicio, en una imagen de archivo.
Un joven, asomado a un precipicio, en una imagen de archivo.

Los actos tienen consecuencias. Todos. Las palabras, que no dejan de ser un acto del lenguaje, también. Las palabras son como un cuchillo. Lo mismo te saca una buena loncha de jamón, que te corta a trocitos una cebolla o de manera sencilla, te mata. A veces, nuestra lengua actúa como cuchillos. Hieren. Hacen doler. Hacen sangrar. Y en ocasiones, como digo, causan la muerte.

La impunidad de la lengua es extraña en estos tiempos que vivimos. Tu lengua puede contar un chiste (o lo que tú consideras un chiste y ves gracioso) y le molesta a alguien que te denuncia porque le hieres sus sentimientos y puedes terminar en la cárcel. Sin embargo, otras palabras, salen de las bocas hiriendo y no les pasa nada, a pesar de que sus consecuencias son terribles. Incluso mortales.

La mayoría de los suicidios juveniles vienen de las palabras y de los actos de acoso. O bullying, como le llamamos ahora. Por ejemplo: llamas depravación o degeneración a la transexualidad y mañana una persona transexual se suicida. No por lo que dijiste en concreto, sino porque lo que dijiste fue la última gota que colmó el vaso de un dolor insoportable que no encontró apoyo o ayuda.

No somos dados en los medios de comunicación a hablar de los suicidios, especialmente, de los juveniles. Corre una leyenda de que si se habla de suicidio, les das ideas a alguien que esté pensando en terminar con su vida. No estoy yo tan seguro. Más vale prevenir que curar, pienso. Desde hace no mucho, sí han empezado a hablarse del suicidio. Unos, de personas más maduras afectadas por las crisis económicas, el quedarse sin nada, especialmente, sin casa. De jóvenes, también surgió la serie de Netflix Por trece razones en las que una adolescente explica trece razones por la que decidió quitarse la vida. Trece razones de bullying. No la mató nadie, ella decidió. Pero se puede decir, que todo el mundo puso su grano de arena para que decidiera morir porque nadie hizo nada después de herirla con sus acciones o palabras.

El suicidio es más común de lo que parece. O yo habré tenido muy mala suerte. Porque directamente he vivido tres, aunque por suerte, todos sobrevivieron: la hermana de un alumno que tuve, que con 15 años decidió tomarse las pastillas de su perro. No llegué a enterarme cuál fue el motivo. Otro, un chico de 16 años, gay, que en el canal de IRC de #GayAndalucia, allá por el año 2000 avisó de que se iba a quitar la vida. Muchas personas intentamos hablar con él para entretenerlo, convencerlo y sobre todo, ocuparle el tiempo para que no hiciera nada, mientras otros compañeros, más listos, psicólogos ellos y con la policía, consiguieron saber donde vivían, localizar a su madre y parar la tragedia.

El último que viví fue otro adolescente. Este llegó a tomarse las pastillas. Todas las pastillas que vio. También era gay. Se salvó porque su perro lo vio tirado en el suelo, inconsciente, y ladró, ladró y ladró hasta que los vecinos acudieron a ver qué pasaba. Se salvo de chiripa. Con unos 17 años.

Este verano he leído un libro, El chico del corazón blandito, de Julio Marín García . Toca todos estos temas. Ustedes que me leen y son padres, madres, educadores, ¿habéis hablado alguna vez con vuestros hijos e hijas de esto? ¿De que el suicidio no es una solución para nada? O lo que es peor ¿somos conscientes de lo que tiene en la cabeza nuestra juventud? Más concreto aún ¿conocemos los problemas que les preocupan? Es difícilísimo hablar con un adolescente. Yo mismo era insoportable con 15 años. Pero si alguien me hubiera regalado un libro como este, me hubiera hecho un gran favor. Y no es porque yo haya pensando nunca en quitarme la vida, pero sí sufrí bullying. Regalen o aconsejen ese libro a sus jóvenes. No es un libro en sí, es un salvavidas.

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