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Lo que no es vida es mundo.

Bastaría la centésima parte de la banalidad que nos rodea (y que todos a veces colaboramos en incrementar) para sentirnos vacíos, mustios, desganados, enfadados por cualquier minucia. Irritables, malhumorados. Como espectadores en una representación absurda y triste.

Efectivamente, la vida que nos rodea está repleta de tedio, de falsos ídolos, de retales inservibles, de desechos peligrosos. El mundo es (siempre lo ha sido) mundo: un puro espejismo de ofertas falsas para engordar nuestra vanidad, nuestra soberbia, nuestro ego más ornitorrinco. Como un enorme bazar chino: cosas y más cosas que ni siquiera sabemos qué son, ni si tienen ninguna utilidad… pero son tan baratas aparentemente… ¡Cómo no comprarlas! Y deseamos y compramos cosas y cosas y más cosas que son una pura nada de plástico. Con una hipoteca a largo plazo cuyo precio es nuestra vida, que se nos va entre los dedos.

Como en un bazar chino planetario buscamos y encontramos todo lo que nos han hecho creer que nos hará felices: poder, dinero, sexo, lujo,  vanidad… Y vivimos en este medio ambiente pegajoso y pestilente como espectadores de vidas protagonizadas por personajes que han hecho su estandarte de la inmoralidad y de la amoralidad. Todo vale. Cada uno puede hacer con su vida (con su dinero, con su iglesia, con su partido, con su familia, con su persona, con sus convicciones, con sus ideales…) lo que quiera, nos dicen una y otra vez.

Pues no. No podemos hacer con nuestra vida lo que queramos. No. Es verdad que la vida se nos da, se nos regala. Pero no es nuestra. No es nuestra de una manera absoluta, claro. ¿Es mío mi hijo? ¿Es mía mi pareja? ¿Son míos mis padres? En cierto sentido, sí; en cierto sentido, no. Ni siquiera yo soy dueño absolutamente de mí mismo. No para hacer lo que me dé la real gana. No para malgastarla. No para arruinarla. No.

Podemos hacerlo, sí. Pero no debemos. Es este el primer mandamiento. En realidad somos ontológicamente responsables, necesitamos al otro para llegar ser uno mismo. Como si toda la tarea de nuestra vida fuera no parar hasta encontrarnos. El problema es que queremos comprar duros a cuatro pesetas y malgastamos tontamente nuestro caudal en pamplinas, en señuelos, en oropeles.

Todavía no hemos aprendido lo que nos dice José Mateos a propósito del arte, y porque es arte vale también para la vida: lo que no es semilla es cáscara. Es decir, lo que no es vida es mundo. Aunque esta distinción entre vida (semilla) y mundo (cáscara) solo se nos manifiesta de verdad en el territorio del dolor y del sufrimiento. Es ésta la impagable utilidad del sufrimiento, del esfuerzo, de los límites: que nos hace sabios y nos separa como un hacha la paja del grano, si hemos sabido afrontarlo con entereza y con descaro. A veces, aprendemos del sufrimiento a amar la vida y a despreciar el mundo. A veces. Otras, nos enredamos en la cáscara, en la hojarasca. Y nos perdemos a nosotros mismos.

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