Alumnos, entrando a clase durante el curso curso. FOTO: MANU GARCÍA
Alumnos, entrando a clase durante el curso curso. FOTO: MANU GARCÍA

Carta al director de Marta González Ortegón.

Esta vez son gigantes. Los problemas, la incertidumbre, el miedo. Sería irresponsable y altamente irrespetuoso apelar en este momento a la vocación, ilusión y entusiasmo de los docentes andaluces. Dice Aristóteles en el libro I de la Ética a Nicómaco: "Toda arte y toda investigación, y del mismo modo toda acción y elección, parecen tender a algún bien; por esto se ha dicho que el bien es aquello a que todas las cosas tienden". Reflexiona, entre otras cuestiones, sobre los medios, aquellos que elegimos con vistas a otra cosa, y los fines, que tienen valor por sí mismos, siendo esto lo bueno y lo mejor. Si dedicamos a los fines la mayor parte de nuestro tiempo, "¿no tendrá su conocimiento gran influencia sobre nuestra vida, y, como arqueros que tienen un blanco, no alcanzaremos mejor el nuestro?", se pregunta. Pero ¿qué ciencia se encargará de estos asuntos?

Tal es manifiestamente la política. En efecto, ella es la que establece qué ciencias son necesarias en las ciudades y cuáles ha de aprender cada uno, y hasta qué punto. […] Y puesto que la política se sirve de las demás ciencias prácticas y legisla además qué se debe hacer y de qué cosas hay que apartarse, el fin de ella comprenderá los de las demás ciencias, de modo que constituirá el bien del hombre; pues aunque el bien del individuo y el de la ciudad sean el mismo, es evidente que será mucho más grande y más perfecto alcanzar y preservar el de la ciudad; porque, ciertamente, ya es apetecible procurarlo para uno solo, pero es más hermoso y divino para un pueblo y para ciudades.

Para conseguir el noble propósito al que aspira esta cierta disciplina política será imprescindible, además, ocuparse de la naturaleza humana, el bien y lo que llamamos "bueno", las acciones y los modos adecuados de alcanzarlo. En lo que respecta a la pregunta por nuestra naturaleza, parece lógico pensar que nuestra función propia es "una actividad del alma según la razón o no desprovista de razón", una cierta vida, de ahí que:

Si esto es así, el bien humano es una actividad del alma conforme a la virtud, y si las virtudes son varias, conforme a la mejor y más perfecta, y además en una vida entera. Porque una golondrina no hace verano, ni un solo día, y así tampoco hace venturoso y feliz un solo día o un poco tiempo.

Aterrizando en el presente comprobamos que todo esto no sólo brilla por su ausencia, sino que nos suena extraterrestre. El caso es que el verano ya se ha ido y varios miles de equipos directivos de colegios e institutos han tenido que organizar la vuelta a las aulas del que probablemente sea el curso más difícil de sus vidas. Y de las nuestras.

Todo ello bajo la ¿atenta? mirada de una ministra que mira hacia abajo, un consejero que mira hacia arriba y una Junta miope y astigmática que, para colmo de males, sufre presbicia política. La guinda es la aguda sordera —selectiva, qué duda cabe— que han demostrado tener ante los avisos sobre la falta de medios, líneas y personal que, junto con las ratios excesivas, menoscaban —intencionadamente, a través de tijeretazos, dobladillos y pespuntes— desde hace años la Educación pública. Si no proporcionan los medios necesarios, “¡ya pondréis los vuestros!” Ceguera, sordera y jeta. O lo son o se lo hacen, y no sé cuál de las tres tiene más delito. Hasta aquí, nada nuevo. La estrategia para preparar un “regreso seguro” ha sido la ejecución a la remanguillé. El plan es que no hay plan: dicen, dijeron y desdijeron los “digos” donde desdijeron, dijeron y dicen “Diego”. Si os parece confuso, imaginad cómo será estar en primera línea haciendo frente al penorama.

Volvamos a Aristóteles para sortear, por el momento, la crónica de una indigestión anunciada. El Estagirita, al igual que su maestro, Platón, hizo especial hincapié en la importancia de la educación —si bien en sentido amplio—, ya que, a pesar de ser un fin en sí misma, es el instrumento que afina y refina los espíritus de niños, jóvenes y adultos para sembrar simientes de buenos ciudadanos. Para ello, la virtud es esencial. Y aquí viene lo realmente excepcional: ésta no es una facultad, sino un hábito. Es fruto del aprendizaje, de la práctica y la repetición de diversas acciones. El virtuoso no nace, se hace. Cualquiera puede empezar a ponerse manos a la obra. Por otra parte, la eudaimonía —concepto que suele traducirse como "felicidad"— es una cierta actividad de acuerdo con la virtud, algo que se produce, no una posesión. Es una suerte de empresa colectiva: la felicidad del Todo es también la de las partes, mientras que la parte no puede vivir bien si el resto del Todo es desdichado.

Así, esta cierta actividad, que es un bien al que tendemos, necesita gestarse en el presente, enriquecerse con ayuda del pasado y cumplirse en un futuro. Todos la buscamos, por más que difieran nuestras opiniones sobre ella y los modos de alcanzarla. Es la que se elige por ella misma y no con vistas a otra cosa; la que depende de lo que hagamos como sociedad, la que construimos entre todos, aquella que nos queda lejos pero que podríamos alcanzar si practicáramos con la misma insistencia, constancia y disciplina con la que cae la gota hasta erosionar la piedra. Si no hay obsesión de por medio, el que la sigue la consigue, como suele decirse. ¡Aviados estamos!

“¿A qué viene todo esto?”, podrán, con razón, preguntarse. Pues viene a santo de que hemos dado en ser animalitos sociales que requieren unos de otros para civilizarse y alcanzar su (auto)realización plena —o todo lo que buenamente se pueda hacer, si se ponen en modo derroti— como la más alta y loable de las metas y conquistas. Todo esto viene a decirnos que, en lo esencial, nada ha cambiado: lo importante ayer sigue siéndolo hoy. Y hoy, salvando todas las distancias que necesariamente haya que salvar, y aunque pudiera no parecerlo, los buenos ciudadanos, la política, la educación, la virtud, la acción y la felicidad siguen estando tan estrechamente ligadas como lo estaban en el siglo IV a.C.

Por este motivo he decidido dirigirme a uno de los eslabones imprescindibles de la cadena. A todos los que han estado, están y estarán al pie del cañón desde todos los rincones de Andalucía. A quienes admiro, respeto y quiero. Porque en medio de tanta incertidumbre, yo tengo una certeza: no son molinos, son gigantes. Y gigantes serán los problemas, pero colosales y excelentes son mis maestros y profesores. En concreto, quiero felicitar y agradecer el trabajo que hacen todos y cada uno de ellos (este año con mención especial y merecida para el equipo directivo) desde el IES Lola Flores, instituto que conoceréis, entre otras cosas, por las legendarias briegas en las calles bajo el nombre “Fernando Quiñones”. Y es que para ellos (nosotros) todos los cursos son retos. Y todos los años demuestran estar a la altura, por adversas que sean las circunstancias. Esta certeza se funda en años de experiencia y, aunque ya no pueda disfrutar de sus clases, lo sé, del mismo modo que sabían de lo que hablaban Aristóteles de Platón, éste de Sócrates y Marco Aurelio de Frontón y Junio Rústico. ¿Piensan que exagero? Así se dirigía Albert Camus a su maestro tras ganar el Premio Nobel de Literatura en 1957:

Querido señor Germain:

Esperé a que se apagara un poco el ruido de todos estos días antes de hablarle de todo corazón. He recibido un honor demasiado grande, que no he buscado ni pedido. Pero cuando supe la noticia, pensé primero en mi madre y después en usted. Sin usted, sin la mano afectuosa que tendió al niño pobre que era yo, sin su enseñanza no hubiese sucedido nada de esto. No es que dé demasiada importancia a un honor de este tipo. Pero ofrece por lo menos la oportunidad de decirle lo que usted ha sido y sigue siendo para mí, y de corroborarle que sus esfuerzos, su trabajo y el corazón generoso que usted puso en ello continúan siempre vivos en uno de sus pequeños escolares, que, pese a los años, no ha dejado de ser un alumno agradecido.

Un abrazo con todas mis fuerzas,

Albert Camus.

Con esto quiero decir que en los momentos decisivos siempre hay algo en nosotros que sabe qué es lo realmente importante, conveniente, bueno y justo. Ahora lo justo es reconocerlo y lo necesario es que se tenga en cuenta la labor y las reivindicaciones del personal docente. Si queremos llegar a buen puerto como sociedad, nada conviene más que escuchar, cuidar y luchar por lo prioritario, que no es más que todo lo relacionado con el bien común.

Sin más, os mando desde aquí un abrazo tan grande como el esfuerzo que hacéis para que todo salga adelante. No os deseo suerte, porque eso es propio de quien se sabe a la deriva mientras no puede hacer nada para remediarlo. Os deseo fuerza, ánimo y coraje para plantar cara al curso y, llegado el caso, a quienes con su (in)acción permiten que corráis (corramos) riesgos innecesarios, conocidos y evitables.

Gracias por todo.

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