Hace varios días se pudo ver un carruaje digno de princesa desfilando por Cádiz. De ensueño, de cuento, con sus cocheros vestidos de época, con sus caballos que sonreían con dentaduras perfectas ante las cientos de fotos que disparaban unos atónitos gaditanos. Imagino el dineral del despliegue, la parafernalia, la bonita tontería. Primer motivo: Comunión. Segundo motivo: El sueño de una niña. Y las ilusiones y los niños son sagrados, eso hasta los más tontos lo saben, olvida la vileza del metal, es de mal gusto, no hables de que se nos va de las manos.
Y es ahí justo donde se cobija mi miedo. Mi monstruo bajo la cama. Porque es fácil sucumbir. Basta imaginar su sonrisa, su pasmo ante el capricho cumplido, sus ojos radiantes. En unos tiempos donde quizá seamos mejores, sensibles, muy sensibles, extremadamente sensibles y también muy gilipollas y débiles. No soportamos ni permitimos ni toleramos la frustración en nuestros vástagos. Lo apostamos todo a la sobreprotección, nos lanzamos con ese amor en tromba cuesta abajo y sin frenos, nada malo le puede ocurrir en su burbuja. Es ese nuestro lema. Por no ser hueso, piedra y piel como nuestros antecesores nos convertimos en ositos de peluche que de tanto abrazo es posible que se nos abran las costuras hasta acabar destripados.
Una de mis pesadillas, de entre todas esas de la mochila de miedos que te entregan cuando te conviertes en padre, es contribuir y alimentar cada vez más a la bestia hasta aumentar las filas de ese ejército imparable de niños dictadores, luego adultos caprichosos, frustrados ante una vida que ya no se pliega ante ellos, depresivos por tanta sobredosis de realidad. Y tal vez nos vengan resentidos ante la farsa que les hemos ido vendiendo, sirviendo de alfombra, paraguas y saco de boxeo. Podemos intentar remediarlo, pero resulta complicado con nuestro «no» de padres desactivado, inédito, nuevo, acabará en Wallapop como miles de móviles viejos y noes de otros padres cogiendo polvo en casa. Pero si tienes, cómo no dárselo. Si no lo tienes, cómo no buscarlo. Donde sea, como sea, lo que cueste.
Antes, en los tiempos del bronce, podían prometerte EuroDisney y tu jugabas a que te lo creías y con suerte terminabas ese verano en Torremolinos, mañana de Tivoli y tarde de digestiones interminables en piscinas atestadas de guiris colorados. Pequeñas grandes mentiras que acaban en risa o trauma y rencor, ruleta rusa. Ahora prometes Disneylandia y te ves alojado en el mismo castillo de Cenicienta y con Mickey llevando el desayuno a la cama al crío. Endeudados pero felices. Y nada será suficiente. ¿Qué más quieres? ¿La cabeza de Donald? ¿Qué te ha hecho ese bastardo? Da igual, no importa, ¡Cariño, ahora vengo, me llevo la escopeta! Padres espada, padres escudo, padres verdugos y víctimas llenos de cariño.
Veo estos despliegues, estas parafernalias, estas bonitas tonterías y me invade la certeza del camino equivocado y el miedo de haber dado yo mismo un par de pasos en él. Varita de hada madrina en ristre, siempre a mano, siempre a punto, deseos llorados, dictados, deseos cumplidos. Deseos bola de nieve. Deseos de felicidad efímera, dopamina de corto alcance, droga inocua, droga mala con efecto retardado. La tablet, el móvil, la moto, el coche, tabaco, cajas de condones, la operación de pechos. El terror de padre a negarle. El terror de padre sabiendo que entre su risa y tu deseo por provocarla podría esconderse su propia destrucción.


