Cañones al Congreso

Antonia Nogales

Periodista & docente. Enseño en Universidad de Zaragoza. Doctora por la Universidad de Sevilla. Presido Laboratorio de Estudios en Comunicación de la Universidad de Sevilla. Investigo en Grupo de Investigación en Comunicación e Información Digital de la Universidad de Zaragoza.

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Fue en abril, aunque ellos no lo saben. A finales de ese mes tan primaveral —que curiosamente ahora nos deja— de 1860 se firmó en Tetuán un acuerdo diplomático por el cual se declaraba a España vencedora de la guerra contra Marruecos. Hace de eso más de siglo y medio, y nunca creí que se convertiría en una fecha que me hiciera pensar en ellos; aunque así es. Ese abril marcó su destino, pues les dio vida. Curioso que la vida emergiera a partir de las muertes causadas por ellos mismos, pero son cosas de la batalla. Hablo de dos cañones de guerra, dos artefactos mortales empleados por las tropas del Rif para derramar la sangre española. Tras la contienda, un golpe de suerte propició que los triunfales soldados íberos los apresaran como botín. Ya en tierras patrias, el codiciado bronce de su anatomía iba a utilizarse para una curiosa labor política. Han leído bien, política.

Los cañones se transformaron en los dos hermosos leones que custodian las puertas del Congreso de los Diputados. Ellos, tras segar tantas vidas, encerrarían ahora —quién habría podido imaginarlo— el alma de la democracia. Su preciado metal se fundió en Sevilla en 1866, y poco después, ya como fieros felinos, se colocó a la entrada del Palacio de las Cortes en el lugar que originalmente se proyectó para dos farolas y que después fue habitado por leones de piedra. Serían a partir de entonces símbolo de firmeza y atractivo turístico; ellos que solo fueron cañones, que siempre fueron cañones. Un abril marcó su destino, esculpió su futuro y cinceló su inmortalidad. Un abril como este que hoy habitamos, en el que también nuestra piel se ha curtido, en el que hemos aprendido también a golpes —aunque no de cincel— cuál parece ser nuestro papel. Así estamos los españolitos, sin guerras, sin garras, sin cañones y con la mueca congelada. Disfrazando de león un alma abatida. Otro abril nos ha devuelto a la cruda realidad, nos ha entregado a las fauces de una fiera que sí muerde: el desamparo.

Otro día como aquel, de abril para más señas, hemos conocido lo que ya nadie dudaba: que iremos otra vez a las urnas. Y con esta nueva cita, la sensación de tiempo perdido, el inquietante regusto a incertidumbre, las entradas y salidas de los ocupantes más fugaces del escaño. Hasta aquí, tal vez un espejismo, cientos y cientos de horas catódicas dedicadas a vaticinar lo que pudo ser y no se produjo, titulares, portadas, insultos, desencuentros, reuniones… y más reuniones. Acordes y desacuerdos, como en la genial cinta de Allen. Todo para acabar convocando elecciones el dos de mayo. Curiosa la fecha que la historia pone frente a nuestra papeleta. Otro segundo de mayo, como aquel que inmortalizara Goya en su estampa sobre los fusilamientos a cargo del invasor francés. Tampoco sabía entonces la tela bajo el óleo que habría de convertirse en genial testigo del doloroso pasado patrio. Fue mayo en este caso, como mayo será.

Si el bronce pudo ser león —o lo era sin saberlo—, si la tela es historia viva y sufrimiento y barbarie, ¿qué habremos de ser nosotros? ¿Qué papel nos toca ahora en este, el más perfecto —dicen— de los sistemas imperfectos? ¿Hemos de volver sobre nuestros pasos o procede adoptar otras formas, otras pieles? Cabe plantearse si somos más lienzo o más historia, si somos más cañón o felino, pero ¿y si solamente somos bronce? ¿Es posible moldearnos hasta hacernos rugir de metralla o por hambre de gacela? Más allá del metal de artillería de quienes fueron a la guerra y combatieron por España, hay dentro de ese hemiciclo del XIX quien está dinamitando lo conseguido. Y para ello ya no necesita proyectiles, le basta dejarnos con la mirada perdida, huérfanos de esperanza.

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