Una imagen de un primero de mayo en Jerez.
Una imagen de un primero de mayo en Jerez.

“El pueblo unido jamás será vencido” fue un grito que recorrió Latinoamérica en los años 70 y cuyos ecos nos llegaron a estos lares ya en las postrimerías de la Transición. Unidos Podemos, Unidad Popular, Unidad de la clase Obrera, Izquierda Unida, Unión General de Trabajadores, Unión Sindical Obrera, Sindicato Unitario… La unidad es en realidad un mantra, que nunca se concreta de verdad —o para ser más precisos, sólo se ha plasmado en contadas ocasiones—. Se glorifica, se pone en el título de la cosa, se anuncia por altavoces, pero en realidad pocos están dispuestos a trabajar de verdad por conseguirla.

Después del espectáculo de división que se sigue produciendo en la lucha por las pensiones —la Coordinadora Estatal, la Mesa estatal, los sindicatos…—, se aproxima el 1º de mayo en el que, si nadie lo remedia, las fuerzas sindicales marcharán otra vez más desunidas, entre sonrisas satisfechas de los destinatarios de las reivindicaciones, sea el gobierno, sean los empresarios, sea el sistema financiero. Cada actor tiene acumulados sacos de agravios y acusaciones que justifican que la unidad no sólo no sea posible, sino que, según me dicen, no es siquiera conveniente; ni merece la pena intentarlo también me dicen; eso sí todos al grito de unidad obrera o popular.

Quizás habría que cuestionarse si realmente la unidad tiene algún valor y si merece la pena luchar por ella. Quizás sea un antiguo, pero creo que los cambios sociales por lo que luchamos, necesitan de una cierta hegemonía —en el discurso, en la calle, en la alegría, en la fortaleza…— de las fuerzas que luchan por ellos frente a un sistema acartonado, insensible a los cambios y a los deseos de las personas, que tiene por único objetivo preservar los privilegios de la minoría. Y cuando pienso en hegemonía no me refiero sólo a organizaciones en sentido estricto sino a todo un movimiento de conjunto que se puede expresar en múltiples ámbitos todos interrelacionados y complementarios.

Casi todos los movimientos reivindicativos, por amplios que sean en determinados períodos —el movimiento anti-OTAN, el del 0,7, el 15M, el movimiento contra la guerra de 2003, el movimiento antiglobalización…—, necesitan expresarse necesariamente —no desde luego como una traslación directa— en otros movimientos más organizados, e incluso electorales, para avanzar en la consecución de aquellas reivindicaciones. De lo contrario, con o sin banderas en las manifestaciones —debate que es tan antiguo como la capacidad de la gente para asociarse—, los movimientos tienden a agotarse en sí mismos. En algunos de los casos citados dejando profundas huellas, en otros quedando como un soplo de viento que se perdió sin dejar mucho rastro.

No es posible la hegemonía social que no se expresa en organización de una u otra manera. No es posible la hegemonía sin formas más o menos ambiciosas de unidad entre las fuerzas progresistas que se sitúan en la perspectiva del cambio social. Como decía arriba justificaciones para no explorar el camino de la unidad las hay y muchas, algunas fundamentadas en agravios y deslealtades cuando no traiciones. Y tengo que admitir que muchos de esos agravios no carecen de fundamento. Otras veces, en realidad bajo la negativa a la unidad se ocultan simplemente luchas por mantener u ocupar espacios y preponderancia organizativa.

En la unidad proclamada y reclamada por todo el mundo, es imprescindible saber ceder. No es sincera la actitud unitaria que pretende que la unidad se consiga sobre la base de tener que aceptar cuantas cosas plantea una de las partes. Un par de ejemplos que me parecen resaltables. La forma de enfocar las manifestaciones del 8 de marzo se hizo desde un espíritu de integración, estableciendo por quien organizaba —los colectivos feministas— los mecanismos para esa integración evitando protagonismos y acaparaciones indeseables. También me parece un ejemplo a seguir el enfoque de la Marea Blanca, estableciendo en sus manifestaciones los espacios de forma que todos y todas nos sentimos parte de un todo, de una lucha y un objetivo común, que no nos obliga a renunciar a nuestra identidad.

No parece haber sido el caso de las manifestaciones de pensionistas ni, me temo, lo que ocurrirá de nuevo este primero de mayo si no impera un poquito de sentido común capaz de volar sobre desavenencias y distancias para conseguir más fuerza en la lucha contra los victimarios de la gente. En realidad, en el fondo, digámoslo claramente, lo que hay que desterrar son las actitudes sectarias que tanto daño hacen al movimiento social. Como he tenido ocasión de decir en otras ocasiones, esas actitudes van desde la falta de respeto a los otros colectivos hasta las exclusiones por cuestiones de pretendida pureza ideológica. Que si no nos juntamos con estos porque son religiosos. O con aquellos no queremos saber nada porque son “reformistas” les falta la combatividad que creemos que hay que tener. Combatividad por cierto que muchas veces se nos queda tan sólo en las proclamas. O, por el contrario, no nos juntamos con esos otros porque son demasiado radicales. Ejemplos podríamos poner muchos, porque creo que son lugar común.

Creo que la unidad es un valor en sí mismo. Creo que es imprescindible para echar a los explotadores. Pienso que hay que poner en valor las muchas cosas que nos unen a las organizaciones sociales, y dejar de lado en ocasiones las que nos dividen, por más reales que sean. Así que aquí queda mi llamamiento: por favor pongamos cada uno, cada una, un granito para elevar la montaña de la lucha común.

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