El presidente Rajoy, este viernes pasado en rueda de prensa. FOTO: Twitter de M. Rajoy.
El presidente Rajoy, este viernes pasado en rueda de prensa. FOTO: Twitter de M. Rajoy.

Por más que se quisiera resumir, que ya es bastante, el efecto pernicioso de la corrupción política no se resuelve en un ejercicio contable de cuantos millones de euros se ha llevado este o aquel político.

Las cifras de lo robado, defraudado, ennegrecido, exiliado, blanqueado y luego retornado para uso y disfrute de los políticos malhechores, son apabullantes, su efecto es escandaloso en un país en crisis en el que asistimos a desahucios, empleos precarios, con salarios de vergüenza que no dan para vivir, trabajadores pobres, pensiones de miseria…

Con todo, el daño no está solo en las cantidades sino en el efecto perverso que ejerce sobre el alma colectiva de la ciudadanía; Es la desazón que nos generan sus explicaciones cuando las hay ¿Quién no lo haría en mi lugar? ¿Quién no aprovecharía la oportunidad? No he hecho nada malo era la forma normal de hacer las cosas. Si, se quedó con dinero, pero era un político eficaz. No son disculpas torpes, por el contrario, son de una maldad devastadora porque solo buscan generalizar y normalizar su conducta o, lo que es peor, hacernos cómplices de su corrupción.

Por otra parte, el uso de las instituciones y los recursos públicos para el enriquecimiento privado. Tampoco es sólo la cantidad de dinero robado, sino que para lograrlo han seguido un plan sistemático que multiplicaba el coste cada obra pública, haciéndonos pagar a todos su propio soborno, favoreciendo la venta fraudulenta de escuelas y hospitales públicos que se convertían en negocios privados para sus amigos previo pago de mordida. Así ganaban todos…ellos. Mientras tanto, la gente común, los desahuciados, los pobres pagamos por perder los hospitales, las escuelas, las pensiones; pagamos a precio de oro por las autopistas a ninguna parte, por los aeropuertos sin aviones, por estaciones de tren en descampados, por visitas papales, por fórmulas uno ruinosas o por tierras míticas; negocios míticos pero que muy reales para los traidores de banderita en la muñeca.

Mientras tanto, vemos y padecemos con estupor como hacienda, que mira con ojo de halcón y garra de fiera los honrados ingresos de los trabajadores, las autónomas, los parados o las pensionistas para que no existan discordancias, no ve como se le escapan, en cambio, los enriquecimientos repentinos y los lujos obscenos.

Al lado estaba la ceguera de una parte de la judicatura que no veía la “viga” corrupción en sus amigos sino la “paja” en el ojo del rapero

Al lado estaba la ceguera de una parte de la judicatura que no veía la “viga” corrupción en sus amigos sino la “paja” en el ojo del rapero. Un poco más al lado, la transacción política de unos partidos que juegan a que ven pero que no castigan, sino que consienten con su voto la permanencia en el poder de los corruptos, quizá porque -¿Quién sabe?- se apuntan maneras, en esta transición de la derecha azul a la naranja, de que lo que pretenden no es acabar con la corrupción sino legalizarla; ese es el plan, si no lo remediamos.

No lejos de estos despropósitos, nadan la mayoría de los grandes medios de comunicación, los que tienen dueño o negocio común con los corruptos. No matéis al mensajero, nos dicen. No, no es cierto, no es mensajero el medio que es juez y parte, ni el medio que asume con naturalidad que este cambalache no implica un retroceso democrático.

El patrimonio inmaterial de la corrupción es todo aquello que no es solo dinero robado sino este erial político que nos deja, como una casa desvalijada, una democracia desvalijada de valores, ética y confianza. Han conseguido de un plumazo que desconfiemos de los políticos, de la política como herramienta democrática para lograr el progreso colectivo, de que la justica sea igual para todos y todas, de que hacienda seamos todos; están consiguiendo, incluso de que desconfiemos de nosotros mismos como generadores de cambio social.

El poder financiero, que les consintió y avaló mientras le fueron útiles, pero que las ve venir desde su altura despótica, ya decidió que era la hora de un recambio en la derecha; lo buscó y lo encontró en un nuevo partido que no ve nada y cuando ve no actúa y cuando actúa es al dictado de los dueños del dinero.

Al poder financiero le conviene esta ceguera, pero más aún necesita la ceguera de la gente común, de la que vota, y si para eso tenga que ponernos ante los ojos una venda con la bandera “nacional”, pues nada, que para eso se ha inventado un nuevo vendador de ojos o vendedor de peines, que para ellos va todo de lo mismo.

Y a la gente común ¿Qué nos conviene? Pues la cosa es muy simple, nos conviene echarlos de una vez. Quitarlos de un plumazo. ¡Qué menos que una moción de censura por higiene democrática, por dignidad y vergüenza! ¡Qué menos que la unión de las izquierdas en este mínimo democrático que es censurar las conductas censurables! Y ya después echarlos con el voto. Y ojo con la ceguera democrática, no vayamos a colocar en su lugar al repuesto previsto para más de lo mismo.

Hay que echarles. No hay otra.

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