Buscar a Dios. O dejar, mejor que nos encuentre. Ay. Qué sobresalto para algunos, sentir, de golpe, las manos de Dios sobre los hombros.
Eso lo explica todo
"Ni Dios es capaz de hacer el Universo en una semana
No descansó el séptimo día.
Al séptimo día se cansó".
Ángel González
A veces, escribo su nombre en vano, en mayúsculas, en alguna red social, por ejemplo. Me lo reprochan, y se rasgan las vestiduras de la libertad de expresión, censurándome. Horda de imbéciles.
Mientras, intento ponerme a cubierto, porque cuando se emplea una a fondo en arrojar pedruscos de aire y agua, a saber lo que le viene de vuelta. Pero jamás se esconde la mano. Ay.
Yo sé que me perdona estas tonterías. Como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden, ¿no? Qué va. Él perdona. Nosotros, menos (o nunca). Para eso hay que conocer los conceptos, y dejar de matar el tiempo entre las pelusillas del ombligo propio.
Ay. Ojalá estuviéramos hechos a imagen y semejanza de alguien (o algo) tan inteligente. Y tan humilde, a pesar de todo, con esa manía huidiza, ese afán por ocultarse a los ojos, mientras seguimos colapsando las calles y la vida, a base de cortejos de miserias y egolatría. O arriando banderas a las puertas del infierno. Ay.
Él se ríe. Es esa la imagen que prefiero. Risa. La ironía eterna en el semblante.
Él se ríe, de los que se ríen de todo.
Y a lo mejor, es cierto lo que los muy expertos, afirman. Que no existe. Que no ha existido ni va a existir. Que es un invento, con muchos nombres, para tener permiso y matarnos entre todos, por un nombre u otro. Horda de imbéciles. Creer o no creer, no es la cuestión. Y menos, a estas alturas.
Es la gestión de la soberbio, y del miedo. Reconocer el miedo. Ver el miedo, y mirar a los ojos al horror. Qué difícil.
Y yo soy cateta, muy cateta. Y prefiero saber, sin haber tocado las llagas. Y sé que se le intuyen las barbas si la mirada es libre, y se le guiña al mar, al cielo, a la Ciencia. Y yo también, procuro guiñarle a la tonta que me mira en el espejo. Esa tonta efímera, de carne perecedera, y tanto miedo en la expresión, en las arrugas, en las cicatrices.
La cateta y tonta, con tantas lecturas de filosofía, y tantos amigos muy listos, que prefieren no creer ni en su sombra. Tanta vida sin nada, y tanta nada, sin vida ninguna.
Yo no lo sé. Pero tú, tampoco.
He buscado mucho tiempo a Dios. Pero se me esconde. Y yo me escribo su nombre en las manos, en mayúsculas, como me enseñaron de pequeña en el colegio. Ay. La doctrina. Ay.
O como me enseñó mi padre. Que hay un Dios bueno, en alguna atalaya paciente y bondadosa. Debe estar. Debe ser. Porque yo lo sentía en las oraciones de mi madre, y en su abrazo al acostarme.
Las mismas oraciones que, en voz baja, rezo para ellos, o para mí.
Pero que nadie nos vea, no vaya a ser que piensen que nos hacemos las víctimas de la ignorancia, o la soberbia, de nuevo. El miedo, otra vez.
Yo no creo en instituciones, terciopelos, sacristías asépticas ni púlpitos. Ay.
Sigo buscándole, solo a veces, cuando en el ruido, se me pierde mi casa. Y lo quiero conmigo en los hospitales, los tanatorios, las noches cerradas de temporal de levante en invierno, cuando cruje el mundo, y acecha el dolor.
A veces, se deja encontrar, y ríe, conmigo. Pero sé que también llora, y huye. Y duerme.
Buscar a Dios. O dejar, mejor que nos encuentre. Ay. Qué sobresalto para algunos, sentir, de golpe, las manos de Dios sobre los hombros.
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