Una imagen de la pasada Diada.
Una imagen de la pasada Diada.

Se puede estar de acuerdo con la independencia de cualquiera de las comunidades que actualmente forman parte del Estado español, o no. Todo es cuestión de razonar. Pero recuérdese: razonar no es lo mismo que opinar, no es igual que insistir sin aportar argumentos históricos, culturales ni sociológicos capaces de avalar la posición de cada cual. La opinión es libre, opinar es un derecho, pero la opinión no puede obligar a quien opine de otra manera. La razón, sí. Pero la razón sólo es razón cuando se razona, se prueba, se demuestra con argumentos y datos sólidos e indiscutibles.

Otra cosa será la conveniencia para el Estado de la separación de alguna Comunidad. Pero al Estado también le alcanza el deber de la demostración palpable, de la aportación de datos, de argumentación válida, no opinable. Y no es argumentación ni razonamiento falsear la historia ni esgrimir el supuesto y falso “valor” de la conquista de una parte de lo que en la actualidad está dentro de ese Estado. Al revés, la conquista sólo puede ser un argumento de fuerza contra la potencia conquistadora.

Y otra cosa será, también, la legislación impuesta por el Estado. Pero la Ley es cambiante y esto abarca a las constituciones, las cuales requieren un cambio, una adaptación a los tiempos, que siempre deberían hacerse con el fin de mejorarlas y con ello mejorar la vida de sus habitantes, por lo que requieren la ausencia de todo comportamiento autoritario o cercano al totalitarismo, o de beneficio para algún colectivo concreto, incluida la propia Administración. Esto último no siempre se tiene en cuenta y en algunos casos muy raramente, motivo por el que su correspondiente Constitución queda obsoleta en tan poco tiempo. Este es el caso de España, cuya Constitución se ajustó en exceso a las exigencias del anterior régimen, cuyos miembros la condicionaron porque mantenían el poder.

Pero llamar “golpistas”, calificar de golpe de Estado a quienes puedan desear separarse de ese Estado y formar uno propio, no sólo es un error, es la más burda patraña que alguien se pueda inventar, con la intención de encauzar y promover la condena popular. Porque “golpismo”, “golpe de Estado”, solamente es la toma del poder de ese Estado por métodos violentos. Y eso no son los independentistas quienes lo hayan intentado; ni siquiera tienen la menor posibilidad de ponerlo en práctica. El golpe de Estado sólo es posible para otras fuerzas.

Si lo que se ha pretendido con esa definición —que más bien parece “defineción”— ha sido exagerar para dar a su argumento la fuerza gráfica de la que carece, deben saber que la exageración deja de ser gráfica cuando a fuerza de intentarlo se acrecienta tanto que se convierte en mentira. Entonces pasa a ser simple y llanamente una burda falsedad.

Pero esa falsedad puede llegar a extremos realmente peligrosos ante la insistencia en el error, con posibilidad de provocar reacciones desmesuradas tal vez no buscadas o tal vez sí, pues nunca se sabe hasta dónde puede llegar la multitud cuando se le excita en exceso y se le mueve con consignas y frases tan desmesuradas como fraudulentas por amañadas. Es conveniente tener cuidado con “una de las dos Españas que ha de helarte el corazón”, que decía Machado, don Antonio, aunque resulta que no son dos, sino muchas, por lo tanto varias las que pueden helártelo.

No es aconsejable revivir el fantasma del enfrentamiento como están haciendo Feijoo, Ayuso y Aznar, —quien ya tuvo bastante con apoyar la guerra a Irak, con la mentira fabricada de la posesión de “armas de destrucción masiva”, cuestión que se demostró falsa, pero por la que él todavía no ha tenido la dignidad de pedir disculpas—. Porque el corazón es más fácil que nos lo parta la España fría, la caldeada a base de mentiras y malinterpretaciones preparadas, la España partidaria del autoritarismo, del ordeno y mando, la de los dirigentes autoritarios, en quienes está ausente el diálogo. La del “castigo eterno”, recordatorio del “Santo Oficio”, la de quienes se llaman constitucionalistas pero no cumplen la Constitución, Ley máxima que mantiene la vivienda como un derecho y no como un medio de especulación para enriquecerse a costa de quienes menos tienen.

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