Abrí la puerta y allí, de pie y en mitad de aquella calurosa tarde de verano infestada de mosquitos y cigarras, estaba el viejo Coqui con su inseparable camisa de cuadros y su metro y medio rebosante de pasión y nervio. ¿Qué tal mellizo? ¿Y tu padre? / No ha llegado todavía de trabajar / ¿Tu madre tampoco está? / Está con mi hermana en la Porvera / Me ha dicho tu hermano Tobi, no sé si te ha contado ya algo, que tocas la guitarra / ¿Yo? Pues..., sólo llevo tres meses / ¿Y qué sabes? / Tanguillos, el enanito un poquito más lento y un poco por... / ¿Qué es eso del enanito? / Una sevillana / Con la sevillanita y los tangos iría bueno. Mira..., pásate mañana sobre las nueve por el bar de Manolo, con la guitamarra, y que vaya tu padre; estamos montando una chirigota con niños de tu edad y la cosa es que nos falta un guitarrista y uno que quiera tocar el bombo..., y yo a ti, sinceramente, no te veo mucha pinta de tocar el tambor / ¿Yo? / Acércate mañana al bar, con tu padre, y ya vemos, ¿eh? No respondí..., pero en mis adentros -desde la primera palabra de aquel torrente humano- sentí que estaba decidido; la confianza ciega que el anciano ponía en cada golpe de voz me llevó a entrar, sin pensármelo dos veces, en aquel fantástico y desconocido mundo de cejillas y cuerdas, estribillos y popurrí... Y ciertamente tenía que haber mucho corazón o sinrazón en aquel anciano para confiar en aquella chavalería que no cogía tono ni a la de tres, no sabía distinguir un cuplé de un pasodoble y que apenas sabía moverse -sólo a empujones- sobre el escenario...

Pero las noches de ensayo, las actuaciones en los bares de medio Jerez y ese disfraz barato de maletilla -hecho con un pantalón recortado a la altura de la rodilla, una camisa remangada y un gorro de campo comprado al por mayor- fueron capaces de convertir a esa manada de niños adictos al balonazo en una entregada cuadrilla de tristes toreros que creía en un mismo sueño: actuar una día en el Falla o en un gran teatro de la provincia...

Y ese día -milagrosamente- llegó para que no pudiéramos olvidarlo nunca. La verdad es que no pudo comenzar peor. Nada más salir del barrio (no llevaríamos ni cinco minutos) muchos maletillas comenzaron a vomitar en el interior de aquella sucia furgoneta sin ventanas mientras nos dirigíamos, embutidos como sardinas en lata, hacia el teatro del Puerto de Santa María y su concurso anual de carnaval. ¡Vaya tropa de jerezanos que escupió la camioneta nada más llegar! ¡Daba lástima vernos! Pero aún así -y sin dudarlo siquiera- los miembros de la organización nos indicaron los camerinos... ¡Y digo yo que tenían que ser los más apartados de la escena porque únicamente recuerdo escalones, trastos por el suelo y un olor a humedad que cortaba la sangre! Para colmo, ¿quién le dijo al bueno del Coqui que el limón con miel caía bien?

Fue darnos el brebaje, para calentar la garganta, y aquellos que habíamos logrado salir vivos del ajetreado viaje acabamos escupiendo la merienda en el cuartichín. Todavía hoy no sé cómo tuvimos valor, con la pinta que teníamos, de salir a escena..., y más cuando delante de nosotros actuó una brillante comparsa de niños gaditanos que venían caracterizados de charros mejicanos con sus botas de cuero y sus extraordinarios sombreros que, visto lo visto, tenían que valer lo que nuestros padres ganaban en una semana. Luego -ya sobre las tablas- recuerdo aquella marea incesante de sonidos y emociones agolpándose en mi mente y en el pecho y el calor inhumano que desprendía aquel cenital monstruoso que iluminaba toda la escena y nos impedía ver el patio de butacas... Justo después de que acabara nuestro popurrí -que empezaba con la única falseta que sabía tocar con cierta claridad- comenzó a venirse abajo aquel planeta carnavalero sostenido por cuplés y pasodobles donde todo se nos era permitido y nadie podía decirnos nada...

Pero antes de que ese mundo irreal se olvidara de nosotros para siempre -de aquellos maletillas que no sabían del miedo- nos llevaron a un bar cercano para dar por terminado aquel dichoso sueño de febrero. El viejo Coqui -con permiso del dueño del bar y tras comprarle algunas botellas de gaseosa- sacó varias barras de pan de una bolsa que había cargado consigo todo el santo día y empezó a hacer bocadillos de mortadela. Devoramos aquellos bocatas como animales que habían tenido que sobrevivir varios días en el desierto y reímos todos aquellos nervios que habíamos soportado sobre nuestros hombros durante meses..., todos comimos excepto el anciano que no probó bocado durante la improvisada fiesta y al que apenas logramos dibujarle una sonrisa. Años más tarde, después de su muerte, logré descifrar aquella falta de apetito y ese extraño gesto que no consiguió borrar de su rostro. Adiviné que allí, recostado en una silla que no abandonó durante toda la noche y bajo un televisor que parloteaba viejas palabras, se supo -acaso por un instante- dueño y guardián de aquella felicidad que alcanzaban a ver sus ojos; un pequeño Dios -nunca llegó a saberlo porque no alcanzamos a decírselo- digno de ser recordado.

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