Apropiación indebida

Antonia Nogales

Periodista & docente. Enseño en Universidad de Zaragoza. Doctora por la Universidad de Sevilla. Presido Laboratorio de Estudios en Comunicación de la Universidad de Sevilla. Investigo en Grupo de Investigación en Comunicación e Información Digital de la Universidad de Zaragoza.

Un manifestante, en la plaza del Caballo de Jerez, días atrás. FOTO: MANU GARCÍA
Un manifestante, en la plaza del Caballo de Jerez, días atrás. FOTO: MANU GARCÍA

"Yo tengo el sueño de que un día cada valle será exaltado, cada colina y montaña será bajada, los sitios escarpados serán aplanados y los sitios sinuosos serán enderezados, y que la gloria del Señor será revelada y toda la carne la verá al unísono. Esta es nuestra esperanza". Eso me repito cada mañana, porque soy un soñador. No son palabras mías, sino de un tal Martin Luther King. I have a dream solía decir él. Y creo que tenía un sueño porque se sentía como hoy me siento yo: fustigado y discriminado. No me entusiasma demasiado tener como referente a un negro pero qué le vamos a hacer. A ver, que al menos no era uno de esos delincuentes de las pateras o del semáforo que da la coña con los dichosos pañuelitos y la cara de pena. Y todo porque dice que tiene hambre ¡manda narices! Si nada más llegar les damos sanidad gratis y hasta una paguita por cortesía de este Gobierno comunista. Si tuvieran que trabajar como lo hago yo cada mañana levantando mi empresa de la nada… bueno, es cierto que yo la heredé de mi padre pero él tuvo que levantarla con el sudor de su frente… y las tierras del abuelo. Eso sí que era un gran país, un país en el que a la gente de bien se la respetaba y todos podíamos tener un sueño. Lo que pasa es que algunos tenían sueños más grandes y otros más chiquititos —como comer churros el domingo o tener algo que regalar a los hijos por Navidad—, pero ahí estaban los sueños: presentes y bien presentes.

Por la mañana me repito mi mantra y por la tarde lo ejerzo. Empecé a bajar hace unos días, al escuchar a mis vecinos en la acera. Me sentí atraído inmediatamente por el ruido, como cuando era pequeño y mis amigos me llamaban para bajar a jugar. La primera tarde reconozco que me uní sin saber del todo el porqué, en una suerte de apropiación indebida del asfalto. Me gustó eso de formar parte del grupo, sentirme reivindicativo y batallante, incluso oprimido —lo reconozco—, como Luther King. Percibí un extraño placer al confundirme con la masa, al navegar entre una marea humana con mis colores predilectos, al ondear mi bandera rojigualda como si no hubiera un mañana y golpear la cacerola para protestar. Y es que esto de protestar es nuevo para mí. Yo no salí a la calle por la LOU, ni por la Guerra de Irak ni contra la reforma laboral. Y los 8M ni la piso. No me siento culpable por no haber tenido problemas para que me pagaran la universidad, ni por alegrarme del derrocamiento de Sadam, ni porque no me parezca mal flexibilizar los despidos cuando al empresario le va peor, ni por pensar que la igualdad de las mujeres está más que conseguida. Por eso todas esas marchas no iban conmigo y nunca antes me eché a las calles. Ese no era mi sueño.

Ahora es diferente: me siento ultrajado. Resulta que no puedo moverme como quiera, ni tomar el aperitivo en el bar de siempre, ni reunirme con mis colegas, ni pasar el fin de semana fuera, ni comprar donde me plazca. Y, paradójicamente, todos los derechos que me han quitado me hacen sentirme más español. Hacen que mi españolidad crezca cada vez que desafío a la autoridad —otrora tan respetada por mí y por los míos—, cada vez que me pongo la mascarilla, cojo la olla y el cucharón —es el único momento del día en el que los cojo— y me coloco mi bandera XL a modo de capa para echarme a la calle. Sé que antes no lo había hecho, pero ahora me siento poderoso. Siento que la calle es mía, que ni el contagio podrá conmigo porque mi mascarilla me protege con los colores de mi patria. Porque la lucha también es mía, aunque la acabe de descubrir. 

Un día tuve un sueño: que se reconozca mi derecho a tomarme un gintonic donde me dé la gana y que mis huevos patrióticos en la acera estén por encima de la salud pública. "Dejen resonar la libertad desde cada colina y cada montaña". Lo dijo Martin Luther King.

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