Calle Francos, en Jerez, en una imagen de archivo.
Calle Francos, en Jerez, en una imagen de archivo. JUAN CARLOS TORO

No me gusta nada que la ciudad se tenga que doblegar. Bueno, mejor: no me gusta que algunos pretendan y quieran que la ciudad se doblegue atendiendo a razones de gustos, económicas o de otra índole, porque a la ciudad no se la puede doblegar. Por eso, me sorprendo cuando veo que personas defienden que ciertas zonas de la ciudad deban convertirse en territorios alegales por unos días o que exijan que la ciudad deba cambiar sus ritmos o su fisonomía por la instalación de estructuras temporales de dudoso gusto. La ciudad puede adaptarse, debe adaptarse, pero jamás se doblega. Porque la ciudad es un concepto que transciende todo: puestos de trabajo, industrias o fiestas. Nos trasciende incluso a nosotros, viajeros de paso en este hotel que nos acoge y que debemos dejar en las mejores condiciones para quien venga a ocupar nuestro lugar en él, como tantos otros hicieran antes de nosotros.

Nos creemos, orgullosos y altaneros, que la ciudad es nuestra propiedad y que podemos hacer con ella lo que nos plazca. Hay habitantes que incluso se consideran más propietarios que otros y se atreven a pontificar sobre dónde deben vivir  o cuándo pueden o no quejarse e, incluso, cuestionan las razones por las que los otros habitantes se pueden llegar a quejar por algo. Supeditando, siempre supeditando para que unos pocos, los de sus cuerdas, ganen más a costa del sufrimiento de otros muchos. Craso error: es la ciudad la que es nuestra dueña, la que controla nuestros impulsos y nuestra forma de vida. Nosotros no elegimos nacer o vivir aquí. Podríamos haber nacido en otro país o en otro continente. Hayamos sido nosotros por azar o, por la misma razón, otros hubieran ocupado nuestro lugar aquí, la ciudad ya existía desde hacía siglos y seguirá existiendo cuando nos hayamos ido, afortunadamente.

¿Qué es la ciudad, pues? Es conciencia colectiva e impregnación histórica. Es un concepto metafísico que nos domina y marca el perímetro imaginario dentro del cual tenemos la certeza de que estamos en el lugar en el que encajamos dentro del mundo, el sitio donde nos encontramos seguros y protegidos, la madre a la que se quiere y se recuerda. La ciudad nos domina, somos suyos, aunque estemos lejos y nos pasemos décadas sin volver. Hay personas que llevan 40, 50 ó 60 años sin pisar la ciudad, gente que ha perdido su acento y sus costumbres y que se fueron cuando la ciudad era el centro y las cuatro barriadas que lo circundan. Si esas personas, que siempre añoran volver, regresaran, no conocerían prácticamente nada de aquello que dejaron cuando partieron, pero seguro, segurísimo, que se encontrarían en casa sin dudarlo un instante. Y les importarían un pepino si hubiese feria, navidad o festivales varios. Ellos sólo quieren la ciudad, y la ciudad trasciende todas esas cosas.

Los políticos, en su mayoría mediocres y ávidos de fotografías y de un protagonismo que no merecen, se autonombran embajadores de la ciudad porque van a las grandes urbes para presentar actividades y captar negocio. No es así: el verdadero embajador de la ciudad no la habita y, al contrario de los que sí la pueblan, es consciente de lo que le falta día tras día, mes tras mes, año tras año. Es esa persona a la que se le llena la boca con el nombre de su ciudad sin perder el brillo en lo ojos cuando sale de su boca; es esa persona que lo recuerda todo de su ciudad, cosas que los perennes habitantes de la misma olvidaron hace mucho tiempo o que ni siquiera pusieron el más mínimo interés en recordar. Si la ciudad se destruyese por algún cataclismo o guerra salvaje, todo ese imaginario colectivo de los supervivientes crearía e implantaría ese mismo concepto en un espacio físico nuevo. Incluso cambiaría el nombre de la ciudad, porque hasta eso es secundario más allá del interés etimológico del propio nombre. Por eso no utilizo el nombre Jerez en todo el escrito, aunque admito que va a ser difícil de asimilar por aquellos que no quieran o no puedan llegar a entender lo que intento expresar.

El concepto metafísico de ciudad tiene su reflejo físico: es el patrimonio histórico encerrado o no tras una muralla, vestigios del reflejo de lo que se quiso hacer de la ciudad para defenderla, orarla, vertebrarla y dotarla de identidad. Pero, sobre todo, para que actuara como recordatorio en la mente colectiva del ciudadano sobre lo que realmente es y lo que pinta aquí. Escribía antes de la tercera manifestación “Salvemos el centro histórico” que el tarro de las esencias de todo que significa poder llamarse jerezano se encuentra en un lugar llamado intramuros. No es baladí, porque llevamos años, décadas olvidando, abandonando y destruyendo intramuros y su patrimonio.

Si esos vestigios, esos recuerdos de siglos impregnados de historia para dotar de identidad y de conciencia colectiva a los habitantes de la ciudad se pierden, romperemos el eslabón de la cadena de esa transmisión que estamos obligados a legar a las generaciones futuras y no podremos saber explicar ni quiénes somos nosotros mismos. Por eso no me gusta nada que haya habitantes que quieran que la ciudad se doblegue. Ahora que estamos a las puertas de unas nuevas elecciones municipales, estaría bien que el aspirante a gestionarla (la ciudad no necesita quien la gobierne) se revistiera de humildad y asumiera ciertos conceptos para no comenzar la casa por el tejado, que es lo que parece que ha ido empeorando en los últimos lustros. 

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