Muchas veces se ha condenado al feminismo por divisorio y parcial, pero yo siento que las feministas también luchan por mí. Pues, me guste o no, también yo vivo condicionado por un millón de expectativas pendiendo sobre mi género, en la calle, en casa y en mi propia cabeza, y ponerlas en cuestión, oír la perspectiva del outsider, me aproxima a mí mismo. Si se admite la comparación, un tanto insidiosa, las feministas son, para los hombres, como unas segundas madres: quizás no nos damos cuenta, pero siempre están ahí. Apoyándonos, desvelándose por nuestro bienestar, desde la lontananza.
Aunque el discurso feminista derrapa en ocasiones por una beligerancia con la que me cuesta identificarme (tal vez porque amenaza mi supuesta posición de dominio), ofrece una valiosa herramienta de deconstrucción identitaria y, a ratos, un remarcable sentido del humor, que es algo de lo que se echa en falta más: recalcar lo patético de la masculinidad como siempre se recalcó de lo femenino. Humor sin indignación, por supuesto; de lo contrario pierde toda la chicha.
Algunas replican que al feminismo sólo le interesa liberar a las mujeres, y no ayudar a deconstruir a los hombres. No se dan cuenta de que una cosa no va, no puede ir, sin la otra.
Si no, el pensamiento feminista se convierte en un arma de doble filo. Es innegable que su desarraigo liberador, el anhelo de escapar de las divisiones sociales en las que hemos vivido durante siglos, ha abierto puertas de realización impensables hasta hace muy poco. Pero esta historia de superación corre el riesgo de convertirse por el camino en una reivindicación de lo imaginado femenino, de esas mismas cualidades que la tradición ha impuesto a unas sí y a otros no.
No niego que este revanchismo ontológico aporte una bienvenida seguridad psicológica, reconfortante cuando una decide ponerse a la tarea de desmontar toda la historia conocida, que lo es de la supresión y menoscabo de sus iguales. Hace falta apoyo para enfrentarse a algo de tan aterradoras magnitudes. Pero sería vano negar que las cualidades con las que se reafirma la femineidad no tienen nada de arbitrarias: la sensibilidad —en contraposición a la madurez—, la intuición —en contraposición a la razón, la imaginación —en contraposición al realismo—, la asertividad —en contraposición al liderazgo—... La que antaño era quemada por bruja encuentra su fe en la Wicca, la que es tratada como un objeto protesta desvelando un torso de proporciones perfectas... Algunas, en la línea de fondo, denuncian que las mujeres académicas, empresarias o bibliófilas padecen un grave caso de "masculinización". ¿Acaso porque están utilizando el cerebro?
Deberíamos dejarnos de cualidades masculinas y femeninas, al igual que deberíamos dejar de exigir derechos "para las mujeres": los derechos que no se reclaman como universales acaban en el saco histórico de las limosnas y las cortinillas de humo. Vale que en un principio, en la euforia de la victoria, se loe la conquista de un colectivo, pero a la postre lo que debería quedar impreso en las mentes de las futuras generaciones es que esos derechos no estaban ahí para ser ampliados (hacia un Otro social) sino que son por naturaleza de y para todos y, desafortunadamente, habían sido reducidos a una minoría.
Es muy difícil escapar de la trampa lingüística y no seré quien arremeta contra la Señora Gramática o los entrañables chascarrillos de nuestros mayores, porque creo que los verdaderos prejuicios tienden a tomar cuerpo en el plano de la elaboración conceptual y no en expresiones fijas e inconscientes como “verdulera” o “alumnos”. No es raro oír, por ejemplo, a quienes se precian de tener matrícula de honor en neolengua criticar lo mal que tratan los mexicanos "a las mujeres" para sugerir lo mal que tratan los mexicanos a las mexicanas. Están los mexicanos y sus esposas. Los estudios ordinarios y los estudios “de género”. No lo llames sexo débil, llámalo oprimido… La conciencia culpable de otredad, del tipo que fuere, se multiplica en su exaltación. Las orgullosas cabalgatas anuales nos conducen de vuelta a los márgenes.
Perogrullo estaría conmigo en que la única división deseable para una sociedad libre es la de lo bueno y lo malo. La creatividad es positiva para todos, también el estudio. La sensibilidad es positiva, también la prudencia. La humildad es positiva, también el dominio sobre las situaciones. Verlas como antitéticas, como una cuestión de elección, engendra espíritus que cojean y que con no poca frecuencia están encantados de hacerlo: orgullosos de encajar en moldes simplistas para cumplir con las exigencias de la tribu. De podar sus sinapsis neuronales o atajar los meandros de su corazón conforme a la regla. Todos deberíamos aspirar a ser afectuosos sin llegar a posesivos, conocedores sin llegar a pedantes, despreocupados sin llegar a idiotas, afables sin llegar a complacientes...
Y, ante todo, a ser lo que nadie puede ser por nosotros: una misma, uno mismo.