El festival de novela negra en Cádiz cierra sus ojos por espacio de un año.
Cuando el aliento se detiene, el corazón deja de latir y la materia comienza su irreversible retorno al polvo.
Lo que llamamos final es, a menudo, la génesis de un recuerdo, una huella indeleble.
Esa misma paradoja existencial se ha manifestado esta misma semana en la Tacita de Plata con el cierre del festival de novela negra, el Gaditanoir. Los focos se han apagado, las sillas se han plegado y los autores han hecho sus maletas llenándolas de anécdotas y buenas tertulias. Todo se ha consumado. Pero el alma del Gaditanoir late con una vitalidad asombrosa, reclamando su espacio en el tejido cultural de la ciudad.
El espíritu de este festival no reside en la laboriosa organización o en el prestigio de sus participantes, sino, y aquí huelga mención especial, en la gente. A ese público asistente, abnegado y entusiasta, amante de un género en boga. Ellos son la energía residual, la llama que no se extingue.
En este sentido, considero necesario rescatar el testimonio de un par de mujeres, madre e hija. Ambas, acudieron a una mesa donde me encontraba firmando ejemplares de mi novela Pasión y muerte. Cuál fue mi sorpresa y asombro, que tras departir amistosamente con ellas, resultaron ser gallegas. A mi pregunta, un tanto indiscreta, de que qué hacían dos gallegas en un festival de novela negra de Cádiz, ambas contestaron que eran habituales. Repetían por segundo año. Y no contentas con ello, añadieron que programaban su periplo por tierras gaditanas en función a la celebración del Gaditanoir. Poca broma, ¿eh?
Nos basta con el manifiesto de estas dos mujeres para ver y entender que todo esfuerzo por convertir lo aparentemente irrealizable en realizable, merece la pena.
Llevar a término un reto como el Gaditanoir, en un ecosistema atestado de arte y cultura como Cádiz, es un arte mayor que linda con la locura. Sin embargo, el festival ha logrado lo más difícil a pesar de su corta trayectoria vital: consolidarse, que no es poco.
Por eso, el verdadero milagro reside en la capacidad del propio Gaditanoir para operar como un crisol que consigue fusionar la narrativa criminal más afilada con la riqueza artística y cultural que define a Cádiz y a su provincia. Este festival no es solo un evento de letras; es un acto de apropiación cultural que convierte escenarios embebidos de historia, desde sus viejos baluartes hasta sus bibliotecas, en testigos mudos de crímenes ficticios. Sin embargo, parte de esta alquimia se ha forjado a merced de la heroicidad y resiliencia de sus organizadores, acostumbrados a hacer magia con exiguos recursos.
Ahora llega el momento de sacar conclusiones y de incidir en puntos de mejora que permitan tomar el impulso necesario que requiere la tercera edición. El análisis requiere de una radiografía emocional, del impacto generado en el ámbito local y nacional. Hay que seguir trabajando por y para toda esa gente que, como esas mujeres, ha entendido que la novela negra es, en última instancia, una lupa sobre las complejidades del ser humano.
Aunque el cuerpo del festival haya muerto… ¡Larga vida al alma del Gaditanoir! Porque, al llegar al epílogo del día, cuando la luz postrera del ocaso bañe las fachadas de un tinte sanguinolento, sabremos que el Gaditanoir no es un festival más, es la prueba irrefutable de que la literatura negra es el espejo incómodo donde la ciudad se atreve a mirarse.
Gracias por la lectura y feliz lunes.



