Alegato para siempre

Y escribo estas líneas mientras tengo a mi gato ―un persa blanco de pelo largo e infinitos ojos azules— en el regazo

Antonia Nogales

Periodista & docente. Enseño en Universidad de Zaragoza. Doctora por la Universidad de Sevilla. Presido Laboratorio de Estudios en Comunicación de la Universidad de Sevilla. Investigo en Grupo de Investigación en Comunicación e Información Digital de la Universidad de Zaragoza.

Alegato para siempre. Imagen de ETB del café de gatos de Bilbao.
Alegato para siempre. Imagen de ETB del café de gatos de Bilbao.

Fue en Taiwán. Allí donde se han creado tantos y tantos cachivaches que llevan el famoso “made in” en el culete. Corría el año 1998 cuando se abrió el primer cat coffee del mundo. Tras emerger allí, se popularizó en Japón y ahora acaba de llegar a Bilbao. Justo detrás del edificio del Ayuntamiento, se ha puesto en marcha El salón de mi casa, el primer café con gatos de España. Se trata de una cafetería de estilo chill out donde los clientes pueden ir a tomar algo, mientras juguetean, acarician y miman a los siete gatitos callejeros que ahora viven allí. Romeo, Trasto, Juansin miedo, Tigresa, Otaku, Mimi y Pincel se esconden debajo de las mesas, saltan por encima de los sillones y se desperezan por las alfombras dejándose rascar por los visitantes. Dan y reciben amor a partes iguales, mientras proporcionan sosiego y diversión a quienes cruzan el umbral del establecimiento. No parece mal plan.

La noticia de la apertura de este local de felinoterapia me ha traído a la memoria la novela de Antonio Burgos Alegatos de los gatos. En ella, Remo ―el gato adoptado por el escritor— pide a todos sus congéneres literatos del mundo que le escriban contándole sus verdaderas historias. Gracias a esta petición, se pudo poner sobre el papel lo que estos gatos literatos maúllan y piensan a lo largo del mundo, sin ningún tipo de censuras humanas. De ahí la magia de una obra que hace al lector muy consciente de la devoción que su autor siente por esos peludos compañeros de morada. Unos seres misteriosos, inteligentes, independientes, pero más honestos y más sinceros de lo que presuponen los que no los conocen. Hacen lo que sienten, no regalan nada, pero te lo dan todo. 

Para algunas culturas, los gatos son mágicos, poderosos, fuente de sabiduría oculta. Para otras, son pequeños seres maliciosos a los que el malo de la película acaricia mientras perpetra fechorías y proyecta cómo va a destruir el mundo. Ernst Stavro Blofeld, jefe supremo de la organización criminal Spectra, contra la que lucha en sus largometrajes el agente 007, acaricia a su felino persa de ojos fríos mientras pretende borrar a James Bond del mapa. El pobre Baldomero (Mr. Bigglesworth en el original inglés) era el espeluznante gato esfinge al que el Doctor Maligno mimaba al mismo tiempo que trataba de destruir a Austin Powers. ¿Y quién acompañaba a Gárgamel por el bosque persiguiendo a esos diminutos pitufos azules para convertirlos en caldo? No era otro que su gato Asrael. Si hasta el Dr. Gang, el villano del Inspector Gadget, dedicaba las horas muertas a acariciar a su gato con el único brazo que podíamos ver de él. Los malos tienen gato. Eso es así. Y, por lo visto, los buenos también buscan rascar la panza de alguno para sosegar el alma. 

Y escribo estas líneas mientras tengo a mi gato ―un persa blanco de pelo largo e infinitos ojos azules— en el regazo, casi sin dejarme alcanzar las teclas con los dedos por tener que superar su cuerpo con mis brazos y vencer el sonido de su ronroneo para concentrarme. O más bien concentrándome gracias a él. Siempre gracias a él. Porque no regalan nada, pero te lo dan todo. Porque desde que clavó sus enormes ojos por primera vez en mí, supe que cualquier alegato suyo sería para siempre mío. 

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