El alcalde de Cádiz, Bruno García, en una foto reciente.
El alcalde de Cádiz, Bruno García, en una foto reciente.

Cádiz es una ciudad que se gobierna mejor desde la calle que desde el despacho. Lo saben quienes la viven, quienes la recorren, quienes entienden que aquí los temas serios se discuten a pie de mercado, entre el ruido del puerto o en las terrazas donde la política se mezcla con la sal. Pero parece que nuestro alcalde aún no ha terminado de entenderlo.

Bruno García se ha instalado en un tono que suena más a funcionario que a alcalde. Habla con la ciudad como quien dicta un informe, no como quien conversa con su gente. Cada aparición pública, cada pleno, cada acto institucional, refuerza esa imagen de hombre correcto, medido, inalterable. Ni una palabra de más, ni un gesto fuera de lugar. Y, sin embargo, esa prudencia que tanto se aplaude en política, es una toma de distancia con el pueblo.

Su manera de sentarse, de mirar, de moverse, revela algo más profundo que la educación o la templanza: revela una falta de conexión. La ciudad no lo toca. Ni el ruido, ni las risas, ni el descontento. Habla de Cádiz como si fuera un concepto abstracto, una postal que se administra, no un cuerpo vivo que late y respira. Y eso, para una ciudad que se reconoce en la pasión, la ironía y el calor, es casi una forma de exilio.

No hay en él ni desdén ni desprecio, sino algo más sutil: una distancia constante. Como si su voz viniera de un piso más alto, desde una altura desde la que se observa, pero no se vive. Sus discursos están llenos de frases neutras, de promesas correctas, de palabras medidas. Pero lo que falta es alma, esa emoción política que hace que un alcalde se confunda con su gente, que se manche los zapatos y escuche de verdad.

Mientras Cádiz sigue lidiando con sus viejas heridas —el desempleo, la vivienda, la precariedad, el abandono de barrios enteros—, el alcalde parece moverse entre las alfombras del protocolo y los actos institucionales. Es el tipo de política que prefiere el acto a la acción, la presencia al compromiso. Todo en orden, todo impecable, todo en silencio.

El problema no es que Bruno García sea un hombre prudente, sino que parece haber hecho de la prudencia su única forma de relación con la ciudad. Y Cádiz no se gobierna solo con corrección; se gobierna con cercanía, con verdad, con una implicación que no cabe en los comunicados.

A veces da la impresión de que gobierna una ciudad ideal, perfectamente limpia y ordenada, que solo existe en los pliegos y las notas de prensa. Pero Cádiz —la real— no cabe en los informes. Cádiz está en la calle, en los barrios, en la palabra directa, en la protesta, en la risa que interrumpe el discurso.

El alcalde debería bajar un poco el volumen de su protocolo y escuchar ese ruido. Porque es ahí, en el ruido, donde vive la ciudad que dice representar.

Lo más leído