A mi madre la recuerdo tres veces

Foto Francisco Romero copia

Licenciado en Periodismo por la Universidad de Sevilla. Antes de terminar la carrera, empecé mi trayectoria, primero como becario y luego en plantilla, en Diario de Jerez. Con 25 años participé en la fundación de un periódico, El Independiente de Cádiz, que a pesar de su corta trayectoria obtuvo el Premio Andalucía de Periodismo en 2014 por la gran calidad de su suplemento dominical. Desde 2014 escribo en lavozdelsur.es, un periódico digital andaluz del que formé parte de su fundación, en el que ahora ejerzo de subdirector. En 2019 obtuve una mención especial del Premio Cádiz de Periodismo, y en 2023 un accésit del Premio Nacional de Periodismo Juan Andrés García de la Asociación de la Prensa de Jerez.

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El amor existe. Tanto como las madres. Ellas saben la altura que el amor tiene. De tantos o cuántos metros. Si asciende como una bisagra. 

El amor existe. Tanto como las madres. Ellas saben la altura que el amor tiene. De tantos o cuántos metros. Si asciende como una bisagra. Si el amor se pasa en cada llaga. Las madres tienen la medida exacta del amor. Ellas lo saben tan bien que, cuando nos paren y una luz enturbia los ojos del recién nacido, las madres descargan en el aire una melodía de amor alargada. Aunque es algo que los hombres no podemos atestiguar, y tenemos que conformarnos con recordar, oler o escucharlo.

Cómo sería aquel instante. Es algo en lo que alguna vez he pensado, y me ha doblegado el día. Cómo sería cuando yo nací. De qué color eran las baldosas. Quién fue la que me cubrió con inteligencia y cuidado, como si fuera la antítesis de una mortaja. Preguntad a vuestras madres. De ellas deviene esa fértil naturaleza. El día. La hora. Los luceros. Las agitaciones en el vientre. Las turbias primeras palabras. El espíritu que se apresura. El padre esperando ansioso en las puertas de la impaciencia.

Amor y madre. Una simbiosis perfecta. La metáfora que cualquier poeta estaría dispuesto a pagar por ella hasta quedarse calvo. Es uno de los misterios más paradójicos de la vida. Ellas nos expulsan suavemente y nosotros ponemos en práctica eso de asomar la oreja en su cintura. Abrimos los ojos mientras ellas nos observan entre la serenidad y la íntima conciencia. Manchados en la locura. Lloramos como si enfrente nos hubieran puesto la imagen de un diputado. A grito pelado. El rito perfecto para nacer con notoriedad, hasta que finalmente nos consuelan con el abrigo de la madre que abraza al recién nacido.

Es un hilo invisible el que nos hace permanecer con ellas. Y duro como el marfil. Las llevamos a todos lados, sin por ello depender de su canto. Es una suerte de sindicato de libre asociación. Uno se afilia al amor de madre y no lo abandona de por vida. Así esté cerca. Así esté lejos.

Así esté lejos. Así esté lejos. Amor de madre. Como un eco. Hay noches en que la sangre se acuerda de ella. Es inevitable. Es un amor con peso. La madre pesa en el corazón, y nosotros pesamos en ella. La tradición nos ha enseñado a celebrarla el Primero de Mayo. Aunque mi conciencia prefiere añorarla cuando me apetece, para no convertirme en esclavo de un solo día.

La recuerdo tres veces. Como si la madre fuera al mismo tiempo tres muñecas. Una en la que recién yo nacía. Otra es la que me alimenta. La tercera junto a la cual camino. Una hermosa trilogía para sentarme junto a su orilla. 

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