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Mientras siga existiendo violencia de género, mientras las mujeres cobremos menos que los hombres por el mismo trabajo y mientras siga existiendo el machismo, seguirá siendo necesario un día como hoy. Un Día Internacional de la Mujer, un día de reivindicación y denuncia, un día —sí, tan importante como cualquier otro— para alzar la voz contra los techos de cristal, para visibilizar las barreras que nos impiden alcanzar la igualdad real entre hombres y mujeres.

No deja de ser curioso que cuando se han reivindicado históricamente los derechos de los negros o los homosexuales no se ha necesitado ser negro o gay para hacerlo. Sin embargo, todavía hay quienes piensan que sólo a las mujeres nos debe ocupar esta tarea. Y claro, ¡así nos va! Solas nunca podremos hacerlo. Por eso quiero reconocer también hoy a todos los hombres que defienden esta ansiada —y todavía lejana— igualdad real, a los que no nos ven como una amenaza, ni como objetos, ni como seres inferiores, ni como propiedades intransferibles. Y que lo hacen en su día a día predicando con el ejemplo, compartiendo responsabilidades en el hogar y en la sociedad, involucrándose en los cuidados familiares, defendiendo condiciones igualitarias en los trabajos.

Aún conozco a pocos que se reivindiquen como feministas —aunque los hay—, pero observo con esperanza cómo a mi alrededor cada vez hay más hombres comprometidos con esta causa tan justa como necesaria. Y no hablo de fregar los platos, hacer la colada o llevar a los niños al colegio, que lo doy por hecho. Me refiero a algo más profundo. A esos hombres que se preocupan por reflexionar sobre su comportamiento ante las mujeres, que se lamentan cuando hacen o dicen algo que podría parecer una broma pero que saben que es una ofensa hacia nosotras, a los que están dándose cuenta de que no son ni más ni menos que nosotras. No son mayoría, pero quiero pensar que lo serán.

Hace tan sólo tres días escuché una conversación que me hizo aparcar momentáneamente mi desconfianza e incredulidad y volver a creer en ello. Si las palabras que oí las hubiera pronunciado una mujer creo que, lamentablemente, no me habría sorprendido. Pero justo en la fila de atrás del avión que me traía de vuelta a casa desde Marruecos —donde desgraciadamente la igualdad brilla por su ausencia—, un chico de unos 40 años le explicaba a sus dos compañeras de viaje por qué había renunciado a seguir ascendiendo profesionalmente: quería estar con su familia y hacerse cargo de la crianza de sus hijos tal y como se había comprometido con su mujer cuando decidió tenerlos.

Lo argumentó durante unos minutos con un sentido de la responsabilidad aplastante y sonaba tan seguro de sí mismo que dejó a las chicas sin palabras. Bueno, miento. Una de ellas atinó a decir: "Me quito el sombrero, no te puedo decir otra cosa". Desde ese momento, ya no pude concentrarme en el libro que tenía entre manos. Quería levantarme del asiento, darme la vuelta y darle las gracias en nombre de todas. Quería saber cómo había sido su infancia, quién lo había criado, qué había estudiado, a qué se dedicaba, cuánta gente lo había criticado por renunciar a su carrera profesional hasta que los niños fueran más mayores, cuántos le habían dicho que se arrepentiría toda la vida de renunciar a recorrer el mundo mientras trabajaba y a ganar más dinero. Todo eran preguntas.

No lo hice por pudor y porque, quizás, eso de inmiscuirse en conversaciones ajenas no está bonito del todo —la culpa es del lowcost y de las estrecheces aéreas, lo prometo—. Sus palabras, sin embargo, aún reverberan en mi cabeza y me llenan de esperanza. Por eso, quiero dedicarle estas líneas a ese chico de Granada. También a todos los que sois como él. Juntos, podremos.

Feliz 8 de marzo, Feliz Día Internacional de la Mujer.

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