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En estos días, cuando llega la noche mágica por excelencia de los más pequeños de la casa, los recuerdos se me agolpan en la cabeza, seguramente a usted le pase igual.

No recuerdo quién dijo que cuando se escribe demasiado sobre la propia infancia es que se ha llegado a la madurez. Por lo visto, yo me estoy haciendo viejo a pasos agigantados, porque desde hace tiempo hablo demasiado sobre mi niñez. En estos días, cuando llega la noche mágica por excelencia de los más pequeños de la casa, los recuerdos se me agolpan en la cabeza, seguramente a usted le pase igual.

Y es que, he de confesarlo, hace muchos años, cuando el que esto firma era un inocente niño, me encantaba ver las calles alumbradas con lucecitas de colores colgadas por doquier, y el árbol de Navidad, el Portal de Belén, etc. También me gustaba cuando mi madre me llevaba a comprar castañas asadas al puestecito, recuerdo que una señora muy mayor -en aquella época todas las señoras me parecían muy mayores- cogía un papel de periódico y lo enrollaba a modo de pequeño cucurucho en el cual echaba las castañas. Mi madre le pagaba a la señora y me daba el paquete, recuerdo perfectamente aquel calor que desprendía en mis pequeñas manos.

Eran días en los que la familia (familia a la cual, el aranero tiempo ha ido robándole componentes), se reunía a comer, a tomar unas copas, etc. Evidentemente, a mí lo que más me gustaba era el día de Reyes. Pero antes, estaba esa noche en la que -¿recuerdan?- los nervios no nos dejaban dormir por mucho que lo intentáramos. Me pasaba la noche pensando en si sus majestades de oriente, con sus pajes y sus camellos, habrían llegado ya a mi casa con las alforjas cargadas de regalos, hasta que el sueño, al fin, me vencía. Los únicos reyes que siempre he reconocido y que nunca me han defraudado son Melchor, Gaspar, Baltasar y Elvis Presley.

En fin, a la mañana siguiente, a primera hora y con los ojos medio pegados, corría al salón en busca de los regalos, y allí estaban, envueltos a conciencia en papel de colores y dispuestos a ser zarandeados sin compasión. Creo que mi madre disfrutaba más que yo viendo mi cara cada vez que abría alguno. Entonces uno era feliz, era pequeño y no entendía los problemas de los mayores, no sabía que existían infinidad de niños que no tenían regalos, ni copiosas cenas, ni lucecitas de colores. Tampoco podía sospechar que detrás de los Reyes Magos se escondía mi madre haciendo un esfuerzo por verme feliz.

Ahora, que se me amontonan los calendarios en la memoria, vuelvo a aquel tiempo, a aquella casa, y veo al niño que una vez fui. Quién pudiera volver, aunque fuese tan sólo un minuto, a disfrutar de la inocencia perdida. Menos mal que las fiestas navideñas se acaban…, ya va siendo hora de sacudirse los recuerdos hasta el año que viene por estas fechas. 

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