Hay días en los que una ciudad se parece demasiado a sus mujeres.
Y Cádiz, después del 25 de noviembre, sigue oliendo a memoria, a sal y a duelo.
Pero también a esa fuerza callada que solo ellas conocen: la de seguir caminando cuando el mundo se les cae encima.
Ayer fue el Día Internacional para la Eliminación de la Violencia contra las Mujeres.
Un día que vuelve cada año para recordarnos lo que jamás debe borrarse:
ellas estuvieron aquí.
Y aunque quisieran hacerlas desaparecer, aunque intentarán reducirlas al silencio, siguen presentes, aunque hayamos aprendido a vivir con su ausencia.
En cada calle hay un nombre que no sabemos, una vida arrebatada antes de tiempo.
Mujeres que un día pasearon por las calles, trabajaron en el centro, cuidaron de sus familias, rieron en la playa.
Mujeres que soñaron con el futuro.
Y que fueron asesinadas por la misma razón que, desde hace siglos, nos atraviesa:
por ser mujeres en un sistema que nunca dejó de considerarnos vulnerables, disponibles, prescindibles.
Pero también están las que sobrevivieron.
Mujeres que han tenido que reconstruirse sin ruido, sin cámaras, sin instrucciones.
Que arrastran heridas profundas y, aun así, encuentran la manera —propia, imperfecta, valiente— de seguir adelante.
No son símbolo ni bandera.
Son vidas reales que merecen respeto, escucha y condiciones dignas para continuar sin miedo.
En estas semanas, desde Cádiz Abolicionista he estado en centros, en espacios con niñas, niños y adolescentes.
He mirado a los ojos a criaturas que preguntan, que dudan, que buscan entender.
Y he visto algo que sostiene cualquier esperanza:
que cuando se les habla claro, cuando se nombran las violencias, cuando se explica que nadie tiene derecho sobre sus cuerpos ni sobre sus vidas, entienden.
Y entienden rápido.
Esas miradas limpias, esas manos que se levantan, esas preguntas que descolocan, esas niñas que susurran “yo también quiero ser libre”…
Todo eso confirma que el feminismo no es ruido:
es una herramienta que salva, que ordena, que abre caminos que ellas mismas continuarán.
Y pienso en todas las mujeres de Cádiz:
En las que venden pescado en el mercado.
En las que cuidan sin que nadie las cuide.
En las que trabajan de noche.
En las que sacan adelante hogares enteros.
En las que están aprendiendo a salir.
En las que nunca volvieron.
En las que aún buscan una salida.
En las que resisten.
En las que sueñan.
Por todas ellas,
por todas nosotras,
por las que vendrán.
No queremos grandes discursos.
Queremos memoria, justicia, dignidad.
Queremos vivir sin miedo.
Queremos llegar a casa.
Queremos que ninguna mujer tenga que mirar atrás al andar.
Y cuando las mujeres se tienen, el mundo tiembla.
Porque juntas —siempre juntas— no solo avanzamos:
abrimos camino.



