Narcotráfico, violencia política, música sexista... El trato mediático nunca fue amable con Colombia. Este país de más de 50 millones de habitantes es habitualmente ignorado; ocasionalmente, el foco internacional se posa sobre algún tema de morboso interés, con una mirada no exenta de prejuicios. Una visión estereotipada y condescendiente, bien conocida al sur de Despeñaperros.
No se trata de la única coincidencia. Ambos territorios gozan de paisajes de exuberantes montañas, cuyos valles, prolijos en campiñas, se extienden hacia la costa. En ellas, se combina esa particular distribución de grandes fincas y monocultivos -olivos, aquí; palma aceitera, allá-, que avisan que reina el latifundio. Símbolo máximo de desigualdad, revertir esta concentración en la propiedad de la tierra ha sido el objetivo de movimientos sociales y políticos desde hace siglos. En efecto, la reforma agraria resuena en la memoria colectiva del pueblo andaluz, más como un recuerdo que un tema de actualidad.
La reforma agraria en Colombia es objeto de debate, políticas públicas y acciones de Gobierno
Pero algo distinto sucede en Colombia. En el país sudamericano, la reforma agraria dejó de identificarse con la perorata nostálgica del abuelo, que ambienta la reunión familiar por Navidad. Desde hace años, la cuestión volvió a adquirir una entidad propia y en la actualidad es objeto de debate, políticas públicas y acciones de Gobierno. Una iniciativa del primer gobierno de izquierda en la historia de Colombia, cabría pensar. Sin embargo, no es del todo cierto. Aunque es innegable que el —autodenominado— ‘Gobierno del Cambio’ está detrás de sus mayores avances para materializarla, el origen de esta reforma agraria le antecede: hizo parte del Acuerdo Final de Paz de 2016, promovido y firmado por el gobierno de Juan Manuel Santos. Un presidente de derecha y de una familia de la élite; casi nada.
La Reforma Rural Integral
24 de noviembre de 2016. Teatro Colón en Bogotá, a pocos metros de la entrada a la sede del Congreso de la República. Dos grupos de personas, principalmente varones que portan atuendos formales para la ocasión, aplauden desde ambos lados de la tarima. En primer plano, dos individuos estampan su rúbrica y sellan, con un apretón de manos, el acuerdo que vendría a poner fin a más de medio siglo de conflicto armado. Juan Manuel Santos y Rodrigo Londoño -más conocido como ‘Timochenko’ en la guerra- sellan con un apretón de manos representan al Gobierno de Colombia y a las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia - Ejército del Pueblo (FARC-EP), respectivamente. “Sí, se pudo” es el grito de redención de los presentes, que habían visto como, un par de meses antes, un plebiscito por poco hace caer todo el trabajo. La paz también tiene opositores.
Fruto de cuatro años de negociaciones, el extenso documento (310 páginas) recogía minuciosamente casi todos los aspectos para asegurar que, esta vez sí, el Estado colombiano y la guerrilla más importante América Latina (por tamaño y por antigüedad) cesaran las hostilidades y construyeran el futuro del país en paz. Garantías de seguridad y de reincorporación a la vida social; política y económica de los/as excombatientes (firmantes de paz); la incorporación de un escueto enfoque transversal étnico, junto con menciones al género; un sistema de justicia transicional restaurativo; el papel de las víctimas, consideradas centrales en el Acuerdo; y, por supuesto, la reforma agraria, denominada como Reforma Rural Integral (RRI en adelante).
No es casual que esta última ocupara un privilegiado primer lugar en el orden final del articulado. A diferencia de otras guerrillas, como el M-19 o los ‘Tupamaros’ en Uruguay, las FARC-EP eran una guerrilla de estrato eminentemente campesino. Las dramáticas condiciones del entorno rural colombiano, auspiciadas por la indigna desigualdad en la propiedad de la tierra, habían sido pábulo para engrosar las filas de la insurgencia durante décadas. Aunque “Santos puso como condición no tocar el modelo económico”, como explica un firmante de paz con marcado acento caribeño, ni el más convencido defensor del libre mercado podría negar que era necesario intervenir en el agro. Porque sin justicia jamás habrá paz.
Resolver una cuestión tan endémica no resulta tarea fácil. El problema es además doble: primero, una inmensa masa de familias campesinas condenadas a la pobreza por tener que pagar, en forma de arriendo, una parte de su exigua producción agrícola. Por otro lado, una inoperancia agrícola que obliga al país a depender de las importaciones para garantizar la seguridad alimentaria de su población. Ambas tienen un origen común: la tierra no pertenece a quien la trabaja.
Así, el Acuerdo contempló la creación de un Fondo de Tierras que sería gestionado por una entidad de nuevo cuño, la Agencia Nacional de Tierras (ANT); venía de sustituir al Instituto de Desarrollo Rural (Incoder), prejubilado un año antes por no haber dado los resultados esperados. El Fondo de Tierras podría nutrirse con predios de diversos orígenes: adquiridos por compra, por donación, adquiridos por decisiones judiciales (por ejemplo, partes de las suntuosas fincas incautadas al narcotráfico), etc. Efectivamente, la expropiación no estaba contemplada; Santos en ningún momento se planteó cambiar el modelo económico. La ANT titularía estas tierras a familias campesinas; su tamaño dependería de fertilidad de la zona, estableciendo su tamaño en función del concepto de la Unidad Agrícola Familiar; esto es, el número de hectáreas necesario para que una familia genere una producción estimada de entre 2 y 3 salarios mínimos legales vigentes. Lo justo para vivir con dignidad. El objetivo establecido fue de entregar 3 millones de hectáreas en 12 años.
El descontrol en el registro de la propiedad de la tierra es un síntoma del modelo de gestión imperante desde hace siglos
Existen también (no pocos) casos, de familias campesinas que de facto disfrutan del usufructo de su pedacito de tierra para producir. Sin embargo, estas familias no cuentan con un título formal de propiedad a su nombre; la inseguridad jurídica que no solo quita el sueño, sino que también impide mejorar la productividad de la tierra, bloqueando el acceso a préstamos y apoyos estatales. Cabe mencionar que muchas de estas familias fueron antiguas víctimas, que se desplazaron huyendo de otros periodos de la interminable violencia política en Colombia. Sus antepasados colonizaron zonas -generalmente- desocupadas para poder rehacer sus vidas. Décadas después, el arraigo ya es fuerte y no contemplan abandonar el lugar donde se tuvieron hijas, e incluso nietos. Para paliar esta indefensión jurídica, se estableció un objetivo de 7 millones de hectáreas en títulos formalizados.
El descontrol en el registro de la propiedad de la tierra es un síntoma del modelo de gestión imperante desde hace siglos. Como norma, este mecanismo blinda legalmente las posesiones inmuebles de las personas -fisicas o jurídicas-; resulta obvio que, en condiciones normales, la vieja burguesía rural sea su gran valedora. Paradójicamente, los grandes propietarios de la tierra en Colombia encontraron útil que reinara cierto desorden en este ámbito. El motivo es simple: ante la ausencia de normativa clara, prevalecen los intereses del más fuerte, es decir, de quien ostente la capacidad para ejercer más violencia. El registro inoperante, por tanto, facilitó las usurpaciones: predios del pequeño campesinado, de la nación (baldíos) y de pueblos étnicos (propiedad colectiva) pasaban fácilmente a hacer parte de latifundios. Una cerca para apropiarse, un garrote para defenderlos y ningún título para permanecer impunes.
Ninguna reforma agraria podría prosperar sin resolver semejante carencia. Así, el Acuerdo Final de Paz estableció que todo el territorio colombiano debería tener claramente definidos los límites de sus predios, sus usos y características físicas y la situación fiscal y de propiedad. La herramienta sería el Catastro Multipropósito; el Instituto Geográfico Agustín Codazzi (IGAC), la entidad a cargo de la titánica tarea.
El Catastro Multipropósito no solo servirá para clarificar -por fin- la propiedad y mejorar la capacidad recaudatoria de la hacienda pública; también orientará las políticas de desarrollo productivo rural. Y esto no es cosa menor. La presencia de todos los pisos térmicos, una orografía regada de caudalosos ríos y una exultante biodiversidad hacen de Colombia un país rico en tierras fértiles. Una abundancia desaprovechada, pues, en contraste, el país se ve abocado a recurrir a los marcados para alimentar a su población; importa muchos más alimentos y productos agropecuarios que los que exporta. Desarrollar capacidades para poner a la tierra a producir se torna, por tanto, como una meta absolutamente ineludible.
Aunque las familias campesinas cuenten con tierra y recursos para cultivar, la brecha entre el campo y la ciudad perdurará
Primero, para abandonar esta situación de dependencia; la falta de soberanía alimentaria compromete demasiados recursos, que bien podrían destinarse a otro tipo de necesidades. Además, está en juego la sostenibilidad del proceso misma. Si las tierras no producen, se corre el riesgo de que éstas pierdan su valor de uso. Conservando únicamente su valor de cambio y con un campesinado empobrecido, estos predios seguramente terminarían siendo (mal)vendidos, para -probablemente- hacer parte de latifundios, de nuevo. Un escenario que significaría el fracaso más rotundo de la reforma agraria: el regreso al punto de partida. La misión de entidades como la Agencia de Desarrollo Rural (ADR) y el Banco Agrario es favorecer que cada tierra dé sus frutos.
Sin embargo, es conveniente no ignorar que una sociedad es más que la suma del conjunto de sus individuos. Aunque las familias campesinas cuenten con tierra y recursos para cultivar, la brecha entre el campo y la ciudad perdurará. Conscientes de ello, la RRI también previó destinar recursos para reforzar los servicios públicos rurales. Los Programas de Desarrollo con Enfoque Territorial (PDET) crearon un total de 16 zonas especiales de inversión -subregiones PDET-, allá donde el conflicto había impactado (o impacta) de forma más cruenta. Sus fondos irían destinados a mejorar las infraestructuras, la salud, la educación, el acceso al agua, etc. en el entorno rural. Construir servicios públicos dignos es construir paz.
Más allá de posibles omisiones o insuficiencias (se habla la brevedad del Capítulo Étnico o la ausencia de una jurisdicción agraria propia, entre otras), es innegable que el primer punto del Acuerdo Final de Paz constituyó un marco sólido para desarrollar un proceso complejo y necesario. La RRI contaba además con el refuerzo de la Ley 1448 de 2011, la conocida como “Ley de Víctimas”. Se trata de un texto de inspiración reparadora, con disposiciones restitutivas para quienes la guerra arrebató sus tierras, brindando mecanismos administrativos y judiciales para intentar recuperarlas. Los cimientos se habían puesto, faltaba construir un edificio cuya solidez determinaría la implementación del Acuerdo. Su líder y promotor institucional, el expresidente Juan Manuel Santos, apenas contribuyó a esta fase.
Era de esperar, pues con menos de dos años para finalizar su segundo mandato, su Gobierno se centró principalmente en el desarme de excombatientes y mantener vivo el acuerdo frente a los ataques de sus detractores. Precisamente uno de ellos, Iván Duque, fue investido Presidente tras proclamarse vencedor de las elecciones presidenciales en 2018. Aunque los rumores de que el dirigente derechista tumbaría el acuerdo resultaron exagerados, su mandato se caracterizó por los pocos avances en la implementación. En cuanto a la RRI, su gabinete presentó un balance de resultados a priori más que aceptable: por encima del medio millón de hectáreas entregadas y un millón de Ha en títulos formalizados. Sin embargo, no son pocas las voces que ponen en cuestión esos datos, alegando que se trataría de procesos anteriores a su mandato y tierras formalizadas lejos de las áreas en conflicto.
“Fueron cuatro años perdidos”, aseguran fuentes de la actual dirección de la ANT. En general, el mandato de Duque no cuenta con grandes defensores. Cabe recordar que coincidió con un ciclo intenso de protestas populares (2019 y 2021) y la pandemia de Covid-19. Un caldo de cultivo para que en 2022, quien fuera su oponente en la segunda vuelta cuatro años antes, Gustavo Petro, se convirtiera en el primer mandatario de izquierda que asumía la Presidencia de Colombia. ¿Había llegado finalmente la hora de la reforma agraria?
