Con una riñonera, crema por si le pica una avispa, una gorra en la cabeza y una tijera en la mano, así se pasa horas entre viñedos Lina Martín Acosta. La próxima semana arrancará la tercera campaña de la vendimia de su vida. “He tenido mildiu. Hay vecinos que no van a vendimiar, pero yo estoy contenta, a pesar de que ha llovido y que hay muchas enfermedades, algo ha quedado”, dice esta jerezana de 38 años con la diminuta silueta de la Iglesia de San Miguel al fondo.
Desde 2022 se dedica al trabajo vitivinícola, cuidar de las vides y procurar que las 7 hectáreas de la Viña Cristina, en el pago San Julián, den sus frutos. El sol abrasador impacta contra las uvas de la cosecha que, muy pronto, serán recolectadas. En la postal asoman Medina, Sanlúcar y Cádiz. Unas vistas privilegiadas en plena campiña jerezana, allí donde esta emprendedora hace todo el trabajo de campo.

Lina nunca se había sentido atraída por este duro trabajo. Se había criado en Las Tablas, en una barriada rural donde sigue viviendo, pero desconocía por completo este mundo aparentemente tan cercano a ella. Pese a haberse criado en el campo, nunca pensó que podía ser una salida laboral.
“Mi padre era el guarda de la viña de Las Conchas, su función era vigilar y la cacería. Cuando murió, mi marido y yo le relevamos su puesto”, explica. Fue en plena crisis mundial cuando esta jerezana decidió adentrarse en este sector tras haber estado en distintos trabajos en tiendas, inmobiliarias, fotografía de bodas o, el último, en el Museo de la Miel.

“En pandemia me di cuenta de lo importante que es el campo, el único sector que no paró de desempeñar sus funciones”, expresa. Al poco tiempo, se enteró de una convocatoria de ayudas de la Junta de Andalucía dirigidas a jóvenes agricultores para la creación de empresas, en el marco del programa de desarrollo rural.
Como cumplía los requisitos, se la concedieron y fue así como comenzó esta nueva aventura laboral en esta finca, Viña Cristina, que estaba abandonada. Reconoce que le dio muchas vueltas a su traslado, pero no se arrepiente de nada. Empezó desde cero, sin conocimientos previos, con un proyecto emprendedor en mente y mucha ilusión.
Para afrontar este reto, se formó en los centros del Ifapa (de la Junta de Andalucía) y en la Cámara de Comercio. Pero, más allá de la teoría, sobre todo invirtió mucho tiempo en fijarse de los veteranos. “Me di cuenta de que donde yo aprendía realmente era yéndome detrás de los trabajadores cualificados. Yo me ponía detrás a escuchar y a ver cómo ellos trabajaban”, comenta Lina, que también se atrevió con 4,3 hectáreas de algodón en El Cuervo.
El inicio no fue fácil, tuvo que pedir préstamos y poner atención para empaparse de los entresijos del viñedo. Vara y pulgar fue lo más complicado. Aprender esta técnica tradicional extendida en Jerez le costó. Una poda “subjetiva y compleja” para la que hoy en día siguen faltando trabajadores cualificados. Según señala Lina, la mano de obra escasea en el campo y, por ejemplo, para la vendimia, le resulta difícil encontrar a las 10 personas que participan cada año.
Falta de relevo generacional
Sin prisa, pero sin pausa, la jerezana saca adelante el cultivo. Lo hace bajo la mirada de un niño. A su lado, escuchándola atentamente, está Ángel Calvillo, su hijo, que vive junto a ella todas las etapas del viñedo. El pequeño, a punto de cumplir 7 años, manipula las herramientas mientras su madre comparte con lavozdelsur.es cómo contribuye al relevo generacional, cada vez más inexistente.

“Muchas familias ven como sus hijos no quieren seguir en el campo. Yo fomento que mi hijo lo viva conmigo. Intento que mire la viña con otros ojos. Quiero que sepa lo que es el ecologismo. Quiero transmitirle que el campo no es tan malo, aunque te piquen las avispas y haga calor. Yo tengo libertad de horarios. Ahí no hay contaminación y cada mes tiene su encanto”, sostiene la emprendedora.
A ella, este trabajo le ha hecho ver el mundo con otro prisma. “A mí me ha cambiado la personalidad. Yo ahora vivo preocupada por el clima. Me ha cambiado la vida. Estoy aprendiendo mucho de esto. Lo que no te mata, te forma. Y yo no he sabido lo que era el mundo y la realidad hasta ahora. Del poder, de la política, etc.”, expresa rodeada de cepas.
Lina es consciente de que su caso no es muy habitual en el sector. No conoce a otras mujeres emprendedoras que se encarguen de todo el proceso. Aun así, nunca se ha sentido desplazada. “A mí la gente del campo me trata bien. Cuando digo que quiero aprender, ellos no me han puesto nunca inconvenientes”, añade.

Desde el minuto uno ha demostrado que quiere hacerse un hueco y, aunque a veces las trabas burocráticas le hacen querer tirar la toalla, nunca se rinde. Lina sigue adelante e intenta mantener a rajatabla la documentación “para que todo sea legal”.
Con esfuerzo, vive en sus carnes el duro trabajo de campo. Se llena de polvo, sufre picaduras de avispas o se desmaya por las altas temperaturas. “Me pongo a llorar, me siento un poquito y sigo”, dice. Cuando no sabe algo, pregunta a sus vecinos, a los maestros, e intentan solventar cada problema sin perder la sonrisa.
A Lina no hay nada que se le resista. Ella se involucra en el aserpiado para almacenar agua, el primer paso, en el abonado orgánico o la poda. También se encarga de tronzar los sarmientos, arar, realizar tratamientos de azufre, labrar, recoger tallos grandes o pasar el rulo hasta el momento de la vendimia.
La jerezana muestra algunas fotografías de sus primeros trabajos adecentando la finca abandonada. “Ahí está llena de polvo”, exclama Ángel, que coge un refractómetro. Después se acerca a una de las vides y, con soltura, introduce unas gotas de la uva en el utensilio. Él ya sabe que si indica más de 10,5 grados, es momento de vendimiar.
El sueño de una marca propia
Desde la finca, donde apuesta por la viña vieja, explica que toda su producción la vende a una bodega privada. “En la cooperativa pagan más que en las bodegas. Yo la vendo más barata, pero me da el dinero entero, y con ese dinero a mí me permite afrontar el año siguiente. Yo creo que la solución de la agricultura son los precios justos, que te cubra los costos de producción real, con unos márgenes de ganancias reales”, comenta.

De momento, es su forma de vivir de la vitivinicultura. Aunque a ella le encantaría poder cerrar el ciclo y producir o su propio vino o su propio vinagre. Su sueño es crear una marca, pero confiesa que “es muy difícil porque hay que tener unas instalaciones adecuadas y aquí no hay ni luz ni agua y el caserío está en malas condiciones”. Si algún día logra su meta, la bautizará “Lian”, en alusión a Lina y Ángel.
La jerezana está convencida de que con constancia y esfuerzo todo se consigue. Poco a poco, irá hilvanando el camino. Ella valora su forma de vida y disfruta trabajando al amanecer o al atardecer desde los viñedos, una experiencia sensorial que no cambia por nada.
No hay pantallas, no hay ruido y le permite conectar con la tierra albariza. “Ángel, ¿has escuchado el pajarito?”, le dice a su hijo cada vez que arranca la jornada.
Las sombras del campo quedan en un segundo plano en plena faena. Ella conserva la motivación y, aunque hay momentos de “no puedo más”, saca fuerzas y continúa. Gracias a Lina, esta finca no se ha convertido en un mar de placas solares como la que se divisa a unos metros.


