“Si me llaman María Isabel por la calle, ni siquiera vuelvo la cabeza porque no me reconozco”, asegura Piru, una palaciega muy conocida en su pueblo porque ha sido todo entrega en estos últimos 60 años. Tiene 67, se ha jubilado hace unos meses y llegó a este pueblo de Sevilla con solo cinco añitos porque a su padre, gaditano que trabajaba como secretario municipal en Rociana del Condado (Huelva), le dieron Los Palacios y Villafranca como el destino profesional que iba a ser definitivo.

“Lo de Piru tiene una historia”, sonríe ella, sin darse la suficiente importancia como para reconocer que en su vida todo tiene una historia. “Mi madre estaba empeñada en ponerme Úrsula, porque era un nombre muy recurrente en su familia, y como yo fui la última en nacer —de cinco hermanos—, pues se ilusionó con llamarme así”, cuenta porque se lo contaron. Pero el caso fue que, como era costumbre entonces, fue su padre quien la apuntó en el Registro Civil y le colocó el nombre de su mujer, María Isabel. “Y mi madre, enfadada, dijo: “¡Ah,¿sí? Pues a esta piruja la llamaremos así: Piru. Y Piru se me quedó para toda la vida”.
Piru fue la benjamina de la casa del secretario del Ayuntamiento de Los Palacios y Villafranca, Don Cayetano Lobatón. Hoy no se estila el don, pero un secretario del Ayuntamiento, que en aquellos años del tardofranquismo mandaba más que un alcalde, tenía tan incorporado ese tratamiento que, todavía hoy, quienes lo conocieron no pueden evitar mencionarlo sin su don.
Piru correteó todas las estancias del Ayuntamiento decimonónico de entonces, la actual Casa de la Cultura de la calle Real, porque su familia vivía allí, en la primera planta. “Me conocía todos los recovecos y todas las habitaciones porque fue nuestra casa durante años”, dice ahora, empapada de nostalgia y sorprendida, pese a la costumbre y las experiencias vitales, de las vueltas que el mundo da.

Buena estudiante, avispada y cariñosa, sacó su bachiller con cierta brillantez y estudió hasta segundo de Psicología. Las razones de por qué lo dejó tal vez tengan que ver con el tamaño de su corazón, porque el caso fue que, con los años, a pesar de no ser licenciada en Psicología, la necesitó y tuvo que ponerla en práctica consigo misma y con los demás.
Voluntaria en los servicios sociales
Fue, durante años, voluntaria en servicios sociales del Ayuntamiento de su pueblo, “y no por enchufe de mi padre ni mucho menos, que no quería que trabajara aquí”, sino porque en su naturaleza estuvo siempre esa tendencia a ayudar a los demás. De hecho, “yo trabajé durante muchos años sin cobrar un duro, voluntariamente”. Tenía madera para recibir a familias desfavorecidas y conversar con ellas sobre sus difíciles situaciones, para administrar los vales de comida que se les entregaba, para empatizar con sus dramas. Lo compatibilizó con un contrato un tanto precario en el Ayuntamiento de Sevilla, que la envió a El Vacie, uno de los barrios más pobres de España.

“La gente me quería allí mucho, y yo quería a aquella gente; siempre he tenido mano con los gitanos”, recuerda ahora. Luchó especialmente por la escolarización casi imposible de aquellos niños sevillanos por los que casi nadie apostaba, “ni siquiera la administración, que te prometía una cosa, tú dabas la cara y luego te fallaba”, se queja Piru, tantos años después. “Ellos mismos me lo decían, antes de que yo me quemara por tantas cosas: ¿Usted no ve que no van a hacer nada con nosotros, señorita?” Pero ella tardó en dar su brazo a torcer, consiguió que el servicio de limpieza fuera más de una vez a aquel barrio “porque no era coherente estar promocionando la higiene entre gente que vivía literalmente entre basura”.
Y luego ella se enamoró, se casó, tuvo un hijo, Álvaro, y se divorció al cabo de unos cuantos años. “Yo nunca le permití a mi hijo que hablara mal de su padre, porque los adultos podemos tener problemas entre nosotros, pero un padre siempre es un padre y no un ex”, explica. A su hijo, hoy con 31 años, se le nota esa enseñanza al hablar de un modo tan agradecido de los dos.

Con respecto a su madre, jubilada después de tantas luchas, insiste desde Alcoy, donde hoy trabaja como piloto de línea aérea para una conocida compañía, “que ha sido siempre un ejemplo de sacrificio”. “A pesar de las dificultades que enfrentó, nunca dejó que nada la detuviera”, insiste Álvaro García Lobatón. “Mi madre ha pasado por momentos muy complicados, reorganizando nuestra vida, buscando trabajo, pero siempre con una sonrisa y una fuerza inquebrantable. Cada esfuerzo suyo fue para darme a mí una vida digna y un futuro”, explica, y añade: “Fue ella la que me enseñó que con trabajo y perseverancia se puede conseguir todo, y mis padres, los dos, han conseguido que yo hoy pueda ganarme la vida de forma muy digna y estar donde estoy”.
Con 16 años, una cita con el alcalde
Álvaro —a quien de niño todos los palaciegos vieron siempre tan unido a su madre, y con tanto desparpajo, tanta madurez— estuvo tentado por la carrera musical, fue un llamativo niño de la Escolanía de Los Palacios y llegó al quinto curso en el conservatorio con su clarinete. Luego quiso ser azafato de vuelo y trabajó como tal hasta que le ofrecieron un contrato fijo que él no quiso firmar porque “descubrió que lo que quería hacer en la vida era ser piloto”, dice la madre ahora, recordando aquellos años de penalidades en la que ella misma, sin trabajo y otros problemas, se salvó no solo gracias a los valores que había inculcado en su propio hijo, sino a los arrestos que este tuvo para salvar a su propia madre.
Piru, después de tantos años como voluntaria, había conseguido un contrato testimonial en el Ayuntamiento, a comienzos de este siglo, solo para conseguir no perder la custodia de su hijo en la separación. “Le agradecí el gesto al alcalde de entonces [Antonio Maestre (PSOE)], y me dispuse a irme, pero fueron ellos los que me siguieron contratando aunque fuera para la limpieza de los colegios”. Hasta que el Ayuntamiento cambió de color político “y yo fui una de las primeras 45 que echaron o cuyos contratos dejaron de renovar”. No era precisamente el mejor momento de su vida.

“Llegué a mi casa destrozada psicológicamente porque no podía permitirme perder el trabajo”, cuenta Piru. Su hijo, con solo 16 años, se plantó en la puerta del despacho del nuevo alcalde, Juan Manuel Valle (IP-IU), que llevaría semanas en el cargo, y pidió una cita que no tardó en conseguir. “No sé lo que él hablaría con un alcalde al que yo entonces ni siquiera conocía”, reconoce Piru, pero el caso fue que “al día siguiente, bien temprano, esperé a Valle en la puerta del Ayuntamiento para decirle que no buscaba que me contrataran de nuevo, sino pedirle disculpas por si un adolescente como mi hijo había metido la pata en algo”. El alcalde le enseñó un papelito “con mi teléfono, que tenía en el bolsillo, porque pensaba llamarme”, le reconoció entonces que se había equivocado con su caso, revisaron que no había disfrutado de un solo día de vacaciones durante años y le encomendaron un destino que ella ya había frecuentado alguna vez: el cementerio.
De vuelta a la vida
Piru, que nunca abandonó su labor de voluntariado en tantos frentes, salió de su peor crisis personal cuando vio la luz laboral en el cementerio municipal, “donde empecé a hacer de todo, desde barrerlo hasta enterrar o desenterrar”. “Yo me decía a mí misma: o lo haces, o tu hijo tiene que dejar los estudios, y lo tenía clarísimo”.

Álvaro fue encontrando la manera de materializar su sueño de tan altos vuelos, pero la academia de Sevilla en la que se apuntó obligó a su madre “a hipotecar el piso que me había dejado mi padre”, cuenta ahora ella, satisfecha con que, tantos años después, “en cuanto mi niño ha podido responder con su trabajo, también responde pagando la hipoteca”. La vida, que a veces quita y a veces multiplica.
Del mismo modo que Piru se conocía cada rincón del antiguo Ayuntamiento, donde se crio, ahora se conoce cada calle y cada tumba del camposanto municipal. Pasea por sus jardines, por los panteones, la capilla donde yacen los sacerdotes locales del siglo XX, el osario común… y comenta dónde, cómo y cuándo se enterraron muchos vecinos a lo largo de estas últimas décadas. Sabe de lo que habla, porque vivió además los momentos más duros de la crisis del Covid, con entierros a los que solo acudía un familiar o dos. “Aquello fue muy triste, y a veces me quitaba de lo que estaba haciendo para consolar a familiares destrozados que se llevaban las horas muertas llorando aquí, adecentando las tumbas de sus seres queridos”, dice, en referencia a los años que vinieron luego.
Otra vez la psicología de una carrera que no terminó. Otra vez la empatía con los demás de la que ella había gozado -gracias a sus hermanos especialmente- en los momentos más difíciles de su vida. Otra vez la Piru echando un cable en situaciones que no eran como voluntaria de la Protección Civil, o en los Servicios Sociales de su pueblo, o en El Vacie de la capital, en los institutos en los que impartió charlas para superar dependencias, sino en cualquier circunstancia, incluso fúnebre, de una vida que siempre da y siempre quita, a ratos.
Ahora, jubilosa porque se lo permite el trabajo cotizado, se le ilumina la cara cuando la telefonea su hijo haciendo escala en cualquier aeropuerto del mundo. “Tenemos planeado irnos a Orlando el verano que viene; él, su pareja y yo”, dice, y sonríe de una forma que evidencia su felicidad, que no depende de la lejanía, porque los más lejanos vuelos los superó ella antes de que su hijo fuera piloto.


