Cazalla de la Sierra consiguió su título de ciudad en 1916, cuando había consolidado su impresionante crecimiento gracias al negocio de sus aguardientes exportados a medio mundo hasta el punto de que, ya a mediados del siglo XX, contaba con más del doble de habitantes que actualmente, cuando no llega a 5.000. Pero el hecho histórico más singular de toda su vida lo vivieron sus vecinos en el verano de 1730, hace ya casi tres siglos, cuando el pueblo se convirtió nada menos que en Villa y Corte con todas las letras, pues el mismísimo rey de España, el monarca absoluto que más tiempo reinó en nuestro país, el primero de los Borbones, Felipe V, estableció su residencia en este pueblecito de Sierra Morena, concretamente entre el 13 de junio y el 20 de agosto.
Aquel hecho insólito de que la Corte española se estableciera en un pueblo remoto del corazón de Andalucía no se les había pasado por la cabeza ni al séquito de cortesanos que debía acompañar al monarca durante sus difíciles viajes por la orografía española de hace tres centurias y mucho menos a los representantes del Ayuntamiento de una ciudad tan importante entonces como Sevilla, que era el destino oficial del rey en un lustro (de 1729 a 1733) que la historiografía oficial dio en llamar el Lustro Real. De hecho, los capitulares de la ciudad hispalense, viendo que el rey y su familia se asentaban en Cazalla más tiempo del que hubiera permitido la lógica, quisieron enviar una delegación para presentarle sus respetos, pero Felipe V los eximió del viaje y siguió por aquellos parajes serranos entretenido en la caza mayor y menor, dispuesto a luchar contra una depresión que, en rigor, lo había perseguido desde su más tierna infancia.
El plan no lo había trazado él, sino su segunda esposa, la simpar aristócrata italiana Isabel de Farnesio, consciente del desgaste de su marido no solo desde su época de aquella Guerra de Sucesión que terminó en 1713 con un tratado que le hizo perder Gibraltar, entre otros dominios, sino sobre todo desde que su primogénito Luis, en quien abdicó, duró en el trono tan solo ocho meses y se marchó al otro mundo por un ataque de viruela cuando acababa de cumplir los 17 años. La idea del viejo monarca, que se vio de nuevo en el trono en 1724, fue volver a abdicar en su otro hijo, Fernando, pero a su nueva esposa, que le iba a dar media docena de hijos más –entre otros Carlos III, luego llamado “el mejor alcalde de Madrid”- no estuvo dispuesta a ello y para combatir el runrún de la Corte que atormentaba a Felipe, con mala conciencia, decidió retirarlo durante una temporada de Madrid…
Unas bodas y muchas aventuras
El monarca, desde luego, no podía continuar con aquella costumbre de no vestirse, no lavarse y disparatar contra cuanto ser viviente se cruzaba con él. La primera excusa fue la doble entrega de unos matrimonios de conveniencia acordados el año anterior. A Mariana Victoria, hija del primer Borbón con Isabel de Farnesio, había que casarla con el príncipe José de Portugal. A Fernando, hijo de Felipe y su primera mujer, María Luisa Gabriela de Saboya, y que acababa de cumplir 18 años, había que casarla con la también portuguesa Bárbara de Braganza. Y la quedada fue en la frontera, en la ciudad Badajoz. La segunda excusa, una vez terminados los trámites de los casorios, fue que el monarca no conocía sus dominios andaluces, y Sevilla estaba cerca… La ciudad del Guadalquivir no era sede monárquica desde los tiempos de Pedro I el Cruel para unos o el Justiciero para otros, en pleno siglo XIV, de modo que los sevillanos recibieron la noticia con el mayor de los asombros.
Sin embargo, el rey comenzó muy pronto a aburrirse en la capital hispalense e Isabel de Farnesio, tan solícita, le preparó enseguida unas “jornadillas de alivio”, como fueron conocidas en las crónicas de la época. Mover a la Corte cada dos por tres costaba lo suyo, pero la reina estaba dispuesta a que el rey se olvidara de aquello de volver a abdicar. Así que, en cuanto se notó la primavera, la cada vez más numerosa familia real pasó un mes entre San Fernando y Cádiz. Luego, diez días entre El Puerto y el Parque de Doñana… Quiso el capricho real que la comitiva cruzase el río hasta Sanlúcar de Barrameda. Al año siguiente, aquellas jornadas de entretenimiento comenzaron por Castilblanco de los Arroyos y Marchena, pero la curiosidad del rey, o su olfato cinegético, lo llevó por Antequera y por Loja, hasta que estando en el Soto de Roma, en la vega granadina, a don Felipe le dio por acercarse de nuevo a Sevilla y para allá salió el 5 de junio de 1730… Tras ocho días de viaje, llegaron a “la villa de Cazalla, sita en las cercanías de Sierra Morena, cuyos contornos son muy amenos y a propósito para el exercicio de la caza”, según puede leerse en la Gaceta de Madrid, el antecedente del BOE.
¿Quién vive ahí?
El historiador sevillano Salvador Hernández, que pasó su infancia y juventud en Cazalla de la Sierra, ha indagado en aquel inolvidable hecho histórico volviendo a una partida de bautismo del 13 de junio de 1730 en el que el párroco de entonces, como de pasada, apunta la llegada de la Corte. “Fue un añadido del cura a una partida de bautismo de un vecino cualquiera, como si hubiera puesto que, curiosamente, aquel día había nevado”, dice el párroco actual de Nuestra Señora de Consolación, el jovencísimo Francisco Gordón, que este año expuso el libro de partidas bautismales como una reliquia histórica con los permisos del Arzobispado. En 1962, hace poco más de medio siglo, fue el escritor y pediatra en Cazalla José María Osuna el primero que vio aquel Folio 38 del Libro 23 de Bautismos del Archivo Parroquial de Nuestra Señora de Consolación. El médico no tardó en publicar un artículo en la edición sevillana del ABC, sorprendido por su descubrimiento. Y hoy sigue sorprendiendo que el pueblo no le haya sacado demasiado partido turístico a aquel verano inolvidable en que, como reza una fiesta otoñal de hace solo unos años, Cazalla fue “Villa Real y Corte”. Y tanto.
Se puede leer en el archivo parroquial que “en trece días del mes de junio de 1730 años, día del señor San Antonio de Padua, a prima noche, entraron en esta villa de Cazalla nuestro Rey y Señor Don Felipe y la Reina nuestra Señora Doña Isabel Farnecio (sic) que Dios guarde; el Príncipe don Fernando y la Princesa Infanta de Portugal, su mujer, con los señores infantes Don Carlos, don Felipe y don Luis; las señoras infantas doña María Teresa y doña María Fernanda, con todo su familiar”. El mismo documento refiere asimismo dónde se hospedó la regia comitiva… “Muchísimos vecinos tuvieron que salirse de sus casas para dejarles sitio”, refiere el historiador Salvador Hernández, “y se fueron otros pueblos como El Pedroso o Constantina”.
La descripción con detalle de cada hospedaje sirve a la fiesta actual para una ruta real y caracterizar a ciertos vecinos de personajes históricos en unas jornadas que se animan con un mercado barroco y un puñado de actividades culturales. “Los Reyes en las casas de don Pedro Forero de Guzmán, frente a la fuente del Concejo; el Príncipe y Princesa, en las casas de don Tomás de Guzmán en el calle de la Judería; el infante don Carlos, en las casas de doña Felipa Forero, calle de Mesones; el Infante don Felipe, en las casas de don Álvaro Valero, frente a la Caridad; el infante don Luis, en las casas de don Carlos de Vera, en la calleja de don Juan Seguro; la infanta doña María Teresa, en las casas de don Pedro Forero, en la calle que va de la Plaza a San Agustín; la infanta Doña María Fernanda, en las casas de las Ánimas, calle de Parras; el señor Cardenal y Patriarca Borja, en las casas de don francisco Martín Miguel Tirado, también en la calle de Parras”.
Vida de reyes
No lo pasaron mal los regios huéspedes en Cazalla de la Sierra durante aquel verano inolvidable en el que la Gaceta de Madrid informó repetidamente de los pasos de Felipe V y su familia. El monarca salía a cazar desde mucho antes de que amaneciera, la reina paseaba placenteramente y los príncipes, que se divertían a caballo por estos parajes, jugaban a las cartas en sus cuartos cuando caía la noche, mientras oían el clavicordio. El periódico madrileño informó incluso de que “los príncipes frecuentaban la parroquia por las tardes y después salían al corral de la misma, en donde tenía el Príncipe su escopeta, y se entretenía en matar aviones. Y la Princesa, sentada en su silla y estrado, haciendo cordón y borlitas de seda”.
No todo era diversión, porque el rey seguía siendo rey, y absoluto, aunque estuviera en Cazalla. Y allí mismo tuvo que tratar asuntos de Estado con el embajador de Francia, por ejemplo, que estaba alojado en un cortijo cercano, según señala el historiador Salvador Hernández. Desde Cazalla, sin ir más lejos, no solo se ordenó poner luminarias tanto en el pueblo como en Sevilla y Madrid para celebrar la exaltación al pontificado del cardenal Corsini, que solo unos días después de aquel verano sería elegido papa con el nombre de Clemente XII, sino que incluso se expidieron diversas cédulas reales en atención a los capellanes de la Capilla Real de la Catedral de Sevilla sobre la exposición del cuerpo de San Fernando a los fieles, y se autorizó desde Cazalla que el cuerpo del rey conquistador de Sevilla se venerara los días 30 de mayo (festividad de la muerte del santo), 23 de noviembre (día de San Clemente en que se reconquistó Sevilla), 22 de agosto (último día de la Octava de la Asunción, titular del templo catedralicio de Sevilla), y 14 de mayo (aniversario del traslado del cuerpo de Fernando III a la nueva urna barroca de su capilla actual). Desde Cazalla, y durante el tórrido mes de agosto, incluso se firmaron cédulas concernientes al comercio y a los viajes a América. Las crónicas posteriores detallan que Felipe V, que incluso visitó el convento de Santa Clara mientras las clarisas oteaban a toda su familia desde la reja del coro, empeoró su salud en cuanto regresó a Sevilla, tal vez herido por la nostalgia campestre de un verano que no volvería a vivir.
Comentarios