2.-lasegunda
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El anarquista jerezano participó en el Desembarco de Normandía, en la toma de París, en el asalto al Nido del Águila de Hitler...

En el invierno de 1985, cuando Laurent Giménez acudió a entrevistar a Manuel Pinto a un viejo caserón de París, pensó que aquel edificio ruinoso, condenado al derrumbe, parecía extraído de una novela de Dostoievski, los rellanos oscuros, las escaleras estrechas y torcidas, el crujido constante de la madera. En aquel barrio pobre, con el aire equívoco que tienen los guetos de las ciudades ricas, emigrantes argelinos, desguaces, mercerías, vivía un héroe, Cruz de Guerra según la disposición dictada el 31 de octubre de 1944 por el general Leclerc, en la cabecera el membrete de la Segunda División Blindada. El documento, apenas un recuerdo más que amarilleaba en la pared del pasillo entre condecoraciones, fotografías borrosas, citaciones militares, dibujos abstractos y poesías enmarcadas, acreditaba el valor de aquel abuelo de 70 años que, para no romper con el contexto de las evocaciones literarias que parecían condicionar el encuentro, “guardaba un parecido sorprendente con el Caballero de la Triste Figura”. Giménez, en su texto, lo describe así: “Tiene la misma delgadez de cuerpo y la misma altura soberana que Don Quijote; tiene el mismo idealismo también, intransigente y utópico”.

“Tiene la misma delgadez de cuerpo y la misma altura soberana que Don Quijote; tiene el mismo idealismo también, intransigente y utópico”.

En algunas de las fotografías de entonces, reproducidas luego en portales anarquistas y documentales históricos, el abuelo Manuel, camisa blanca de cuellos de pico, gafas de montura negra y cristales gruesos, puntas de lápices que asoman en el bolsillo, posa junto a la ampliación de otra imagen, en un retrato de cuerpo entero hecho el 24 de junio de 1944, justo después de la toma de París. A pesar del parecido físico (la piel oscura, los pómulos muy marcados, la boca amplia, la cara larga y flaca), parecen dos personas distintas, quizá por el gesto gastado del abuelo Manuel, o por la poca naturalidad con que se enfrenta al objetivo, casi como si fuera un compromiso o una imposición, o quizá porque el escenario es una salita pequeña, corriente, con una mesita redonda y paños de croché, el paisaje prosaico en el que se mueve un jubilado.

El soldado Pinto Queiroz, el liberador de París, se estira sin embargo ante la cámara con una seguridad orgullosa, la sonrisa amplia, la mirada oculta por la sombra del casco, los pulgares colgando de los correajes del uniforme, el fusil americano apuntando al suelo. Detrás se adivina el lomo de un vehículo y franceses de a pie que celebran algo, el mástil de una bandera, el perfil satisfecho de una chica. La imagen de 1944 es sin duda la imagen de la victoria. La imagen de 1985 es la imagen de muchas derrotas.

Frente a frente

En julio del 36 Manuel trabaja como jornalero en la vendimia, en el entorno de su Jerez natal, huérfano temprano de madre, hijo de un camarero anarquista y militante precoz del Sindicato de Arrumbadores. Del aquel Jerez prebélico Pinto recordaría después en un compendio de narraciones dispersas (escribió hasta doce libros, entre ensayo y poesía, además de folletos difícilmente clasificables en los que apunta y divaga, describe y sueña), que la gente discutía de política en la puerta de las casas, mientras tomaba el fresco y comía higos chumbos. También recuerda el ambiente de ebullición social que vivía la ciudad y reconoce que, además de por la influencia de su padre, se abocó al compromiso obrero tras lo mucho que le afectó la muerte de su madre, que cayó gravemente enferma “por culpa de unos bultos” y a la que no pudieron salvar “por falta de dinero”.

Con el Golpe de Estado ya en marcha, a Manuel lo convence su padre de que tiene que escapar de Jerez. Él, con apenas veinte años, obedece a regañadientes, pero sólo para alistarse en el Ejército Popular republicano

Con el Golpe de Estado ya en marcha, a Manuel lo convence su padre de que tiene que escapar de Jerez. Él, con apenas veinte años, obedece a regañadientes, pero sólo para alistarse en el Ejército Popular republicano, en el que le esperaba una larguísima relación de batallas perdidas. Pinto Queiroz fue reculando frente a frente, desde Granada hasta Alicante, en una retirada angustiosa que alternó contraataques casi suicidas con la protección de los civiles que huían en tromba de los bombardeos nacionales.

Allí llegó a principios de marzo del 39, con la guerra ya perdida. La ciudad naufragaba como naufragaba la República, en una larguísima agonía de huídas y delaciones, los frentes desechos, las instituciones desarboladas, un sálvese quien pueda en el puerto y en los aeródromos, rumores continuos y salvajes sobre el avance de las tropas fascistas y sus represalias en las poblaciones del extrarradio.

Queiroz, después de participar en la última línea de resistencia, logra embarcar a finales de mes en un pequeño pesquero, La Joven María, en el que avistó por fin el puerto de Orán en la mañana del 1 de abril. La estampa, según el relato del historiador Eduardo Pons Prades, es desoladora: cientos de barcos, desbordados de refugiados españoles, se afanaban por arribar en lo que entonces era territorio francés, pero las autoridades coloniales no sólo les prohibieron abandonar las embarcaciones sino que les negaron abiertamente cualquier clase de auxilio. En cubierta, cuenta Max Aub, se arracimaban mujeres y niños, soldados y civiles, familias enteras, hambrientas y enfermas, expuestas a la humedad y al escarnio de los funcionarios argelinos, preocupados porque entre los refugiados hubiera portadores del virus comunista.

Vagabundo en Orán

Manuel consiguió eludir el cerco y llegar a tierra. Se recuerda a sí mismo como “un hombre perdido, que no hablaba nada de francés y que no llevaba ni un céntimo encima”, un tipo esquivo que vagabundeaba por una ciudad atestada de refugiados clandestinos, de esquina en esquina, de soportal en soportal, la estación de autobuses y sus hangares vacíos, el calor de las cafeterías y los solares comidos de basura, siempre atento a las parejas de policías que exigían la documentación a cualquier viandante sospechoso.

Lo detuvieron dos días después. Junto a cientos de compatriotas, lo encerraron de mala manera en un almacén de mercancías en el mismo puerto de Orán, un tugurio con fugas de agua, ventanales rotos, piojos y ratas, donde pasó varias semanas “rodeado de alambre de púas y vigilado a todas horas por la guardia senegalesa”. Sin derecho si quiera a lavarse, Pinto se dirigió al director de la prisión improvisada y le pidió jabón y una toalla. “El tío, con las manos en los bolsillos, empezó a dar vueltas, se echó a reír y me dijo: ‘¿Tú qué te crees, que estás en un hotel?’”.

En los campos de concentración

Hasta noviembre de 1942, cuando se produjo la liberación de los aliados (Argelia quedó del bando de Vichy, el gobierno que colaboró con los nazis), Pinto Queiroz peregrinó por al menos tres campos de concentración del Norte de África, “siempre haciendo trabajos forzados, aplastando tierra o cavando zanjas”. En Colomb-Béchar, uno de los más duros del ‘circuito’, según explica el investigador Alfonso Domingo, Queiroz, delante de varios prisioneros, se atrevió a vaciar una carretilla cargada de piedras sobre uno de los jefes alemanes del campo. “Era un hombre cruel”, admitió después. “Y no sobrevivió”.

Los americanos cerraron los campos de trabajo argelinos y buena parte de los presos españoles optó por alistarse en los Cuerpos Francos de África, un batiburrillo de voluntarios antifascistas, polacos judíos, ingleses y franceses de las colonias con los que Pinto participó, entre otras batallas, en la toma de Bizerta, una de las primeras grandes derrotas del Eje.

De ahí, ya hecho a la dinámica heterogénea del Ejército de la Francia Libre, pasó a la División Leclerc, donde acababa de formarse la novena compañía del Tercer Regimiento de Infantería del Tchad, la mítica Nueve, compuesta casi exclusivamente por españoles, donde convivieron soldados procedentes de todo el espectro político republicano: moderados, socialistas, comunistas y anarquistas.

Pinto recuerda que una noche, junto a las ruinas de Temara, ya en Marruecos, tuvieron que decidir cómo bautizaban a los semiorugas americanos. Cada grupo quería ponerle al suyo el nombre de algún referente propio (Durruti, La Pasionaria, etc…), así que el coronel Putz decidió que en las tanquetas solo se escribirían nombres de batallas (Teruel, Ebro, Guernica, Belchite…), aunque entre todos lograron convencerlo de que al menos dos rindieran homenaje al Almirante Buiza y a Don Quijote.

El 11 de abril de 1944, Manuel Pinto y el resto de los soldados de La Nueve embarcaron en el Franconia, un crucero de lujo adaptado al transporte de tropas, rumbo a Inglaterra, desde donde partirían a Normandía. A catorce nudos, el barco se acercó a la Península. Los españoles subieron en tromba a la cubierta. Desde lejos, Pinto Queiroz y sus compañeros observaron las cumbres blancas de Sierra Nevada. La mayoría de ellos nunca volvió a ver España.

(La segunda parte del reportaje, donde se relata la participación de Manuel Pinto Queiroz en el desembarco de Normandía, la toma de París y el asalto al ‘Nido del Águila’ de Hitler se publicará el próximo sábado 10 de octubre).

Sobre el autor:

Daniel Pérez

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