Josefa, Francisco y Juan perdieron en la explosión de 1947 en Cádiz a sus hermanos, los dos primeros, y a su padre, el último. Setenta años después, los nombres y los apellidos de los suyos volvieron a escucharse allí donde sucedió la tragedia.

Cuando un sonido ensordecedor te acompaña toda la vida, el cuerpo reacciona sólo con intuirlo. Setenta años después, el estruendo de la explosión que sonó aquel 18 de agosto de 1947, ha removido corazones. Como el de Josefa Fernández Gil que, en su silla de ruedas, ha roto a llorar cuando ha escuchado ese boom maldito que acabó con más de 150 personas en Cádiz y que siete décadas después han sido recordadas gracias al homenaje organizado por el Instituto Español para la Reducción de los Desastres (IERD) y la Federación de Asociaciones de Vecinos 5 de abril. Nombradas una a una con sus nombres y apellidos, Josefa, Pepi aún con 86 años, no ha podido evitar dar un respingo en su asiento cuando ha escuchado el nombre de Luisa, Luisa Fernández Gil, aquella hermana, que vivía con una tía en el Sanatorio Madre de Dios y que perdió la vida esa fatídica noche.

Pepi tenía 16 años cuando acompañó a su madre y a su tío, desde la calle La Rosa hasta Tolosa Latour en busca de Luisita. Nada más notarse en la Viña la deflagración, la familia pensó en rescatar a su niña de tirabuzones rubios (tal como describe el investigador José Antonio Aparicio, autor de 1947. Cádiz, la gran explosión). Desde la Viña al Campo del Sur, Puertas de Tierra y a San Severiano. Recuerdos que han vuelto a la memoria de Pepi entre lágrimas. Ella fue la que la descubrió en una hilera de cadáveres colocados en Tolosa Latour, en una zona conocida como los Jardines de la Porteña. Su madre desapareció entre la multitud buscando a la hermana y su tío acabó con las manos ensangrentadas de levantar escombros bajo los que pudieran estar Luisita. Pero la pequeña de nueve años ya era un cuerpo más esperando a ser identificado. Pepi la reconoció a pesar de que su cara estaba tiznada de negro. Sus cabellos rubios, aun con la ceniza, y su medalla permitieron que aquel cuerpo inerte no dejara de ser Luisa.

El que no pudo escuchar la explosión fue Francisco Labio Caballero. Él también se ha estremecido cuando ha oído, tantos años después el nombre de su hermano, José Labio Caballero, en la lista de víctimas que han sido recordadas, revividas casi con las historias de sus familiares. En el Cine Delicias aquella noche, Francisco veía una película con un amigo y la abuela de éste cuando de repente la pantalla se puso blanca. Pensó que la película se había vuelto a cortar pero de repente vio a toda la gente corriendo y un caos tal, que la abuela de su amigo murió pisoteada por la avalancha. La explosión fue tan fuerte que le afectó al pabellón auditivo y no entendía lo que pasaba al no escuchar la deflagración. Corriendo fue a su casa en el barrio de San Severiano y encontró a su padre sacando a su hermano muerto de entre los escombros. Él tenía ocho años, su hermano ocho meses.La vida de Juan Cejudo Caldelas cambió para siempre a partir de aquella noche. Su padre, Ramón Cejudo Cebada, oficial de primera y ajustador mecánico de la maestranza, se encontraba en la Base de Defensas Submarinas de Cádiz, trabajando aunque no era su turno. Como cuenta Aparicio, Ramón y su amigo Fernando Barahona estaban en el comedor, muy cerca del almacén número uno donde estallaron las minas submarinas y las cargas de profundidad. El repostero José Abad les iba a servir algo de comer cuando quedaron sepultados por los escombros. Barahona murió rápidamente y solo se salvó José Abad que prometió cumplir el último deseo de Ramón, que consiguió sobrevivir diez minutos. “Ve a mi casa y dile a mi mujer y a mis hijos que les quiero”.

Ángeles Caldelas López recogió el amoroso último mensaje de su marido y tuvo que coger las maletas y a sus hijos para irse a San Roque con un hermano porque ya no podían vivir allí. “La vida no nos vino mal pero he estado toda mi vida sin un padre”, cuenta Juan. Son unos días difíciles para todos, sobre todo, porque hasta setenta años después, estas personas no han sido reconocidas, recordadas y honradas. Ellas y sus salvadores, personal del Tercio de Infantería de Marina, de la Armada y de la Guardia Civil que participaron en las tareas de salvamento y rescate y que este viernes también han sido galardonados con una placa conmemorativa a los pies del monolito frente al Instituto Hidrográfico, antigua Base.

Para Juan este monolito no es suficiente para dar cuenta de la tragedia que sufrió Cádiz y sus gentes, como tampoco las razones que hasta ahora se han esgrimido para justificar esta tragedia, silenciada en los cuarenta años de dictadura e infravalorada en la democracia. Este viernes de 2017 se ha convertido en ese lunes de 1947 de la mano del investigador José Antonio Aparicio que en un ruta guiada por el Insituto Hidrográfico ha explicado todos los detalles de ese día en el que todo un barrio, San Severiano, y toda una zona nueva de la ciudad —Barriada España, Bahía Blanca, la Casa Cuna, el Sanatorio Madre de Dios, además de los astilleros— fueron devastados por un material armamentístico que desde hacía dos años como mínimo debía estar almacenado en polvorines y no en el centro de una ciudad.

Las murallas de Cádiz combatieron la onda expansiva salvando al centro histórico y sacrificando a ese otro Cádiz que recibió de rebote toda esa energía que se generó tras la explosión de las minas. La tragedia pudo ser peor porque el almacén número dos todavía albergaba 491 minas más que no terminaron de explosionar gracias a la labor de marineros que, a las órdenes del almirante Pascual Pery, echaron arena y escombros sobre las llamas que empezaron a arder cerca de las minas. Setenta años después, el reconocimiento a todos ellos como a las víctimas también ha llegado. A Pepi, le sirve, le reconforta. La justicia aún tardará en llegar.

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Vanessa Perondi

Periodista.

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