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Los expertos en comunicación política son el auténtico fenómeno viral del año. ¿La nueva política es algo más que un fenómeno viral?
 

Con los dedos untados en un cocido rotundo de casa Ciriaco. En el reparto de efusivos abrazos en el backstage de un evento electoral. Con unos gin-tonics de ginebra Greenall’s, Bloom o Berkeley Square, aromatizada con pétalos de rosa, en la terraza privada de una soleada residencia. En diferentes momentos de la agenda menos visible de líderes y lideresas, aparecen esos personajes secundarios que, finalmente, producen las imágenes que vemos y componen las líneas de los relatos que escuchamos. Owen Jones en The Establishment les llama outriders. Son los escoltas motorizados de los séquitos presidenciales.

Muchos outriders son jefes de prensa, aunque hace años que son más conocidos como spin doctors y sobre todo como dircoms, directores de Comunicación. No existe compañía, partido político o entidad de cierto lustre que no cuente con expertos en materia comunicativa a su servicio. O, al menos, con relaciones más o menos líquidas con alguna agencia que les brinde asesoría en gestión de crisis, posicionamiento, reputación o people engagement.

Los perfiles más prestigiosos llegan a disfrutar de una notoria influencia entre las cúpulas políticas y empresariales. Más allá, incluso, de la organicidad formal del chiringuito de turno.

Por lo común, su experiencia en la trastienda de las altas esferas les hace escoger sus apariciones bajo los focos con cuentagotas y calculada anticipación. Podría decirse que prefieren acampar en las recámaras y en los huecos de las escaleras. En un discreto segundo plano.

En cualquier caso: los expertos en comunicación política son el auténtico fenómeno viral del año. Predominan los consultores bien pulimentados y peinados, de camisas almidonadas en colores neutros, con aspecto de jefe de planta en El Corte Inglés. Son como los níscalos en este otoño de grandes oportunidades para el storytelling.

Incluso los estrategas vinculados a las culturas políticas más graníticas tienen sus momentazos. Iván Redondo es un ejemplar magnífico: lo mismo orquesta el rap extremeño de Monago que coloca reportajes de varias páginas sobre el amor por la diversidad racial del ala-pívot de la xenofobia, Xavier García Albiol. Redondo es un genio capaz de quedarse ídem al afirmar desde las páginas de El Mundo que a él solo le conoce quien le tiene que conocer.

En el ámbito de la comunicación política nivel premium, Santos Ortega es uno de los gurús más prestigiosos del Reino. Desde la marca de Daniel Ureña, MAS Consulting, coordina cursos para directores de campañas políticas y electorales en los que vienen compartiendo pupitre, año tras año, los apadrinados por Rubalcaba y Aznar, es un decir, pero también animales telegenéticos de la talla de Tania Sánchez y Pablo Iglesias.

Entre los profesionales al alza después de las elecciones catalanas, Fernando Páramo ocupa el primer lugar en el escalafón de Ciudadanos. Repetimos: Ciudadanos, ese viejo-nuevo partido totalmente dispuesto a revolucionar los paradigmas de la dinámica social, para sonrojo de la fanaticada de Thomas Kuhn, Charles Tilly o Sidney Tarrow.

Tras asesorar en la campaña europea al candidato Javier Nart, Páramo pasó a la cúpula del partido naranja a tiempo completo. Exitoso periodista deportivo y empresario, su filosofía política podría resumirse en uno de sus mantras más repetidos durante 2015: “Vivimos un proceso de expansión estratégico decidido, como si fuéramos una empresa”.

La Fábrica de Discursos también aparece tras los focos de C’s. Representa a esa España que emprende con el decidido propósito de ganar posiciones en el siroco del momento político actual. Y que los vientos del cambio nos lleven de vuelta al punto de partida. ¿Hay acaso mayor elogio que la sensatez?

Fran Carrillo es el habilísimo patrón fabril de los discursos ciudadanos que le han comido la tostada un poquito a todo el mundo tras el 27-S.

Carrillo presume de contratos con Correos, Carrefour o Nokia. Es perfectamente capaz de presentarse a media tarde en cualquier plató de televisión para intervenir como experto independiente en comunicación política. Después sale pitando a un acto de su partido, mientras repasa mentalmente sus citas preferidas de Nelson Mandela o Teddy Roosevelt. Es autor, valga la redundancia, del manual Tus gestos te delatan.

Frente al individualismo metodológico de Carrillo o Páramo, la semiótica política que ha entrado directamente al Olimpo tras la alocada campaña electoral catalana no ha sido, que nadie se engañe, la de los gritos futboleros de las bases del partido de Rivera en pleno éxtasis naranjito. El timing de un acto de C’s tiene el dinamismo de un evento Ted, la temperatura emocional del gol de Iniesta en el minuto 116 y unas candidaturas a las que les luce mucho el pelo mientras giran el cuello a cámara superlenta y posan con la profesionalidad de Elsa Pataky.

Entre tanto, como Charlton Heston en la peli de Cecil B. DeMille, en Podemos abrazan con decisión las tablas de la ley de Vistalegre. Esto podría no ser obstáculo suficiente para que el tándem Ginger Rivera/Alfred Sánchez pueda salvar la partida al establishment español durante la traca final de diciembre. Porque los de abajo nos aburrimos en un blizz mediático donde los argumentarios llevan meses y meses atascados en el mismo soniquete y lo nuevo se torna obsolescencia programada a la velocidad de la fibra óptica.

En estos años apasionantes y decisivos en los que la tierra tiembla, la pregunta central quizás no sea si el partido morado precisa del desborde para gozar de cierto espacio político en las Cortes Generales del 78. La cuestión central quizás sea preguntarnos si quienes somos mayoría subalterna precisamos desbordar nuestros habitus finiseculares dentro y fuera de lo partidario, tras décadas de saqueo simplemente mafioso, pérdidas masivas de empleo, más de medio millón de desahucios y recortes generalizados de lo público.

Un debate interminable para la sociedad en movimiento, con algunos mimbres en los nuevos tejidos institucionales transformadores y con los límites de las culturas radicales para la realpolitik. Es decir, con una lectura de la realidad que demasiadas veces es pura heteronomía.

El reto de recuperar la elasticidad y la frescura para el round de diciembre quizás no dependa tanto de outriders de tronío como de los consabidos estilos y estrategias que despierten los ánimos del enjambre y la cooperación, la inteligencia y la creatividad social distribuida. Nos decía el viejo Manuel Castells que para no acabar devorados por la inhumanidad de las maquinarias burocráticas, los cambios políticos precisan de creatividad y experimentación. Pruebas y errores sobre nuevos modos de acción que generen nuevas posibilidades institucionales. Potencia constituyente no solo para disfrutar de rostros nuevos en el sistema institucional, sino para que este sistema sea otro, más justo y eficiente.

En cualquier caso: entre lo ordoliberal y lo perrofláutico, la presencia de nuevos jugadores en la producción simbólica de nuestro culebrón político está robándole el plano a la patria contratista. Algo impagable, toda vez que resulta extraño comprobar cómo estamos llegando a una especie de estación fantasma.

En esta estación que aparece entre la niebla, las luces parpadean y resulta difícil apreciar los matices en la disputa abierta por la seducción de un electorado cada vez más escéptico, saturado por la amplísima oferta de chistes políticos disparatados. Del coleta morada al Iceta bailón, pasando por la maravillosa road movie de las CUP y los homenajes a Homer Simpson del presidente Rajoy, nuestro escenario político es un festival interminable de la pandereta, donde únicamente Ciudadanos transmite sobriedad.

Obviedades manifiestas: en la todavía muy abierta contienda por la centralidad del tablero, los líderes de diferente signo se aproximan cada día más en sus formas, aun pese a la evidencia redundante de su disimilitud. Actúan como si clonar mutuamente sus sistemas de señales fuera la única estrategia posible para controlar el reparto de la baraja.

Tras la fractura abierta por Podemos y el éxito de los desbordes municipalistas, se trata de conjugar el cambio para mantener a flote la canoa: el cambio sensato, el cambio que une, el cambio de vestuario y en las sintaxis del poder. Y así, hasta llegar a ver al enorme Albiol en vaqueros con la palabra Guanyem a sus espaldas, o al Rafa Hernando imitando a Encarna de noche mientras silabea "aixo no és verita". Fino-finísimo homenaje a las esencias del humor negro español.

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Jorge Miró

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