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Los partidos prometen austeridad para el 26-J pero sólo Grecia destina más dinero público a las formaciones. Las tres citas electorales de 2015 costaron 500 millones a las arcas del Estado.

La ley del silencio es un código que comparten la política y las finanzas, los partidos y el poder. Basta asomarse al abismo de la corrupción en España para comprender que el sistema de financiación de las formaciones políticas no sólo tiene grietas por donde se han filtrado afiladas cuchillas privadas que seccionan su honestidad sino que contempla un controvertido desembolso público para un país en crisis. A los más de 52 millones euros de subvención anual repartidos entre los partidos en 2015, el Estado sufragó otros 400 millones por la organización de los comicios autonómicos y municipales celebrados en mayo, las elecciones catalanas de septiembre y las generales de diciembre, a los que habrá que sumar próximamente los gastos que ocasionaron la campaña del 20D que cada formación deberá justificar de manera individual ante el Tribunal de Cuentas este mismo año.

Por el momento, todo son especulaciones. En el PSOE aseguran que su desembolso no superó los nueve millones de euros; en IU, alrededor de 2,5 millones, y en Podemos creen que en junio estarán en condiciones de publicar en su web el desglose de los 4,4 millones de euros invertidos para el 20D, “incluyendo el mailing, que fue de unos 1,4 millones de euros”, afirma Segundo González, responsable de Finanzas y Transparencia de la organización morada. En el PP se mantiene el mutismo tradicional, incluso sobre el gasto por el envío de propaganda, que es contemplado como una partida especial dentro de las subvenciones públicas a los partidos. En realidad, algo tan antiguo en la era de internet como el mailing absorbe casi el 40% de los gastos globales de una campaña aunque nadie lo incluye en sus cálculos previos. De sumarlo, la factura real de las elecciones celebradas el pasado 20 de diciembre para una fuerza que alardea públicamente de austeridad y transparencia como Ciudadanos estaría más cerca de los ocho millones de euros que de los 4,4 millones que calculan haber desembolsado.

La última referencia fiable de lo que supone esta carga para el erario público es la auditoría por los comicios generales de 2011, que cifró el gasto electoral conjunto en 64 millones de euros, 39 millones invertidos en operaciones ordinarias y 25 millones en el envío de propaganda. Sólo el PP, el más gastador, justificó un desembolso de 13,8 millones de euros. Sin embargo, su factura no pasó el escrutinio del Tribunal de Cuentas al considerar que los populares excedieron su cuota de publicidad en prensa y radio en 54.000 euros. Este desfase acarreó al partido conservador una reducción de 4.400 euros en la asignación que le correspondía. La contabilidad electoral debe justificarse con facturas a partir de la publicación de la convocatoria en el BOE, es decir, también cubre los gastos de la precampaña. El ahorro se premia con la devolución del dinero al Estado. Si la contabilidad de la cita del 20D que maneja Podemos, el único partido que publica sus números antes de presentarlos al órgano fiscalizador, obtiene el visto bueno del Tribunal de Cuentas, “el dinero devuelto en todas las campañas en las que hemos concurrido, desde las europeas de 2014 a las generales de 2015, será de 12 millones de euros”, calcula su responsable de Finanzas.

En tiempos de recortes, la austeridad se ha convertido casi en un fin político. El PSOE ya ha anunciado que volverá a ajustar su presupuesto a los nueve millones que costó su última campaña, un 30% menos que la de 2011. Menos mítines, más calle y más debate será su fórmula. La duda estriba en si aporta votos. El primero en reclamarla fue UPyD y acabó aplastado sin remisión. En el plano electoral y en el propio Congreso, donde todas sus iniciativas para erradicar el buzoneo de las ayudas estatales “por discriminar a las fuerzas que carecen de fondos para asumir su elevado coste”, sólo recibió el abrumador rechazo del resto de partidos. Ahora, Albert Rivera ha tomado el testigo de Rosa Díez y lo exhibe como la panacea del ahorro edificante. Pero aún hay más. Los presupuestos generales también cubren un coste adicional por los servicios de seguridad de cada formación que, en conjunto, fue de 675.000 euros. En total, la factura electoral de 2015 podría acercarse a 500 millones de euros. Una cifra estratosférica en la historia de la democracia en España. Ni siquiera la suma del desembolso del periodo 2011-2012, el año con el mayor número de comicios celebrados desde 1977, cuatro elecciones autonómicas y unas generales que supusieron cerca de 400 millones, se alcanzó una cuantía tan elevada.

“¿A quién señalamos cuando hablamos de crisis? A los partidos políticos, no mucho, y sobre todo en años electorales como 2015 y como va a ser este”, señala Fernando Jiménez, profesor titular de Ciencia Política en la Universidad de Murcia e integrante del equipo de evaluadores del Grupo de Estados contra la Corrupción (GRECO, por sus siglas en inglés), institución del Consejo de Europa que examina las políticas contra las irregularidades públicas que se producen el seno de la UE. En su opinión, pese a los esfuerzos realizados por España en los últimos años para mejorar un sistema de financiación de los partidos que ha propiciado fraudes contables como el del extesorero del PP Luis Bárcenas, cada vez hay más evidencias de que todos los males no están en la laxitud de las leyes en vigor sino en las clases dirigentes de una administración pública colonizada por los partidos políticos. “En Suecia o Noruega, donde la legislación sobre esta materia es mucho más pobre, no caben manejos ilegales como los que han ocurrido aquí porque son los propios funcionarios quienes lo denuncian”, indica.

Hay otro elemento diferenciador: España es el segundo país europeo tras Grecia que mayor dinero público destina a la financiación de los partidos políticos. El 87,5% de la liquidez anual percibida por las fuerzas con representación parlamentaria procede de los presupuestos generales del Estado (PGE), según datos de la OCDE de este mismo año. Y, hasta ahora, ese dinero ha servido, o debería haber servido, para finiquitar los préstamos que los bancos realizan para encarar campañas electorales tan costosas. El Tribunal de Cuentas desveló en 2013 que la deuda de las formaciones con diferentes entidades financieras ascendía a 237 millones de euros y subrayó que nueve de ellas estaban técnicamente en bancarrota. Es decir, los bancos no sólo estaban en una privilegiada posición de acceso al poder sino que mediante acuerdos de condonación, algo que ahora se ha prohibido, liberaban el camino para colocar a sus candidatos en los órganos directivos sobre la reestructuración de las cajas de ahorro. Una sospechosa pescadilla que se muerde la cola de la financiación electoral pero también del mercado libre con su sabia y codiciosa mano invisible que lo regula todo.

Juan Romero es miembro del colectivo Cuentas claras, un grupo de economistas que siguen la pista al dinero público percibido por los partidos políticos. “Es uno de los mayores problemas porque esa dependencia financiera afecta a las decisiones políticas. Ahí están los indultos o la legislación sobre los desahucios que, pese a las reformas, siguen beneficiando a las entidades bancarias”, reitera. Exige medidas punitivas, incluida la cárcel, y más medios independientes para acabar con “la tibieza y lentitud” del Tribunal de Cuentas, y poner orden en un mercado cuya laxitud ha propiciado la corrupción y el fraude a gran escala.

Cuando el órgano fiscalizador oficial empezó a tirar de la manta de la financiación de los partidos en 2012, las dos máquinas políticas engrasadoras del dinero público, el PP y PSOE, se repartían alrededor de 50 millones de euros sobre la base de la Ley Orgánica de 2007. Sólo en los tres últimos meses de aquel año, los populares recibieron casi 7,7 millones de euros del Estado para “atender a sus gastos de funcionamiento ordinario”, algo más de dos millones y medio al mes en ayudas estatales, mientras que los socialistas percibieron casi 4,5 millones, a los que habría que añadir los 655.800 euros otorgados al PSC, según se publicó en el BOE del 24 de enero de 2013 .

Fuera de esta subvención quedaron los gastos electorales, que aquel año fueron 59 millones de euros, según el informe fiscalizador del Tribunal de Cuentas. Una memoria, la última realizada hasta la fecha, que deja bajo sospecha a todas las fuerzas políticas excepto a UPyD, por no haber sabido o querido ver cómo sus tesoreros amañaban los libros de contabilidad con partidas irregulares, injustificadas o, simplemente, se liaban con las cifras para computar como gastos de campaña lo que eran gastos de catering por valor de varios miles de euros. Los peor parados fueron Izquierda Unida, con cerca de 92.000 euros desviados a pagos de “naturaleza no electoral”; el PSOE, 74.000 euros; y el PP, 37.700 euros. Y por si a este circo le hubieran crecido pocos enanos, la auditoría también detectó documentos incorrectamente detallados sobre algunos proveedores, ocho en el caso del PP por un costo que superó los 419.000 euros.

En medio de un ambiente social cada vez más enconado contra el Gobierno, en parte por los recortes impuestos para encarar la gran depresión, en parte por la sucesión de estafas pantagruélicas que brotaban a la sombra del PP, Rajoy presentó en 2013 su propuesta para mejorar la imagen de los partidos políticos y despejar dudas sobre las amistades peligrosas que han acompañado a las formaciones parlamentarias desde que en 1987 se regularan los recursos públicos y privados que podían percibir. “La desafección política de la sociedad ha crecido por estos motivos, es cierto. Sobre todo, porque ahora se piden nuevos recortes sociales por valor de 4.000 millones. Pero hay otro elemento que incidirá como es que cualquier cosa que ocurra en la segunda vuelta de junio podía haberse solucionado antes y así nos habríamos ahorrado mucho dinero”, sostiene Fermín Bouza, catedrático de Sociología en la Universidad Complutense que ha publicado un buen número de trabajos de investigación sobre el comportamiento electoral de la opinión pública.

Tras agotarse los plazos legales para la formación de un nuevo gobierno, los partidos intentan dar la impresión de que son conscientes de su responsabilidad en este escenario y actúan para minimizar los posibles daños que supondrá repetir las elecciones. El estímulo que han encontrado algunos, como el ministro de Justicia, es tantear la posibilidad de acortar las dos semanas de campaña “para no dar tanto la lata” a los ciudadanos, algo imposible de modificar en la actual tesitura. Y a juicio de analistas desapasionados como el catedrático Bouzas, también poco recomendable. “Los 15 días sólo sirven para entrenar cuadros políticos y la mayoría de los actos son seguidos únicamente por los electores más convencidos, es cierto. Pero mi oposición a reducir la duración de la campaña se fundamenta en que actúa como movilizador político de la sociedad, que siempre es positivo para mantener un espíritu crítico”.

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Francisco Romero

Licenciado en Periodismo por la Universidad de Sevilla. Antes de terminar la carrera, empecé mi trayectoria, primero como becario y luego en plantilla, en Diario de Jerez. Con 25 años participé en la fundación de un periódico, El Independiente de Cádiz, que a pesar de su corta trayectoria obtuvo el Premio Andalucía de Periodismo en 2014 por la gran calidad de su suplemento dominical. Desde 2014 escribo en lavozdelsur.es, un periódico digital andaluz del que formé parte de su fundación, en el que ahora ejerzo de subdirector. En 2019 obtuve una mención especial del Premio Cádiz de Periodismo, y en 2023 un accésit del Premio Nacional de Periodismo Juan Andrés García de la Asociación de la Prensa de Jerez.

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