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Alrededor de 300 niños y adolescentes no acompañados viven ignorados por las autoridades francesas en el campo de refugiados del norte de Francia.

A los pies de la inmensa autopista que conduce a la entrada del Eurotunel, la frontera entre Francia y Reino Unido, entre tiendas de campaña, casas prefabricadas y toneladas de basura viven en condiciones extremas alrededor de 300 menores no acompañados. En La Jungla, el campo de refugiados de Calais (Francia), esperan con impaciencia realizar la última etapa de su viaje y llegar a suelo británico, donde muchos se reunirán con algún pariente o amigo de su familia. Una parada inesperada que se alarga en el tiempo a causa de largos procesos burocráticos que les obligan a permanecer en el campo durante meses, ante la pasividad y falta de colaboración de las autoridades francesas.

Todas las noches muchos de ellos abandonan el campo y se dirigen hacia las calles aledañas a la autoroute. Intentan llegar al Reino Unido. Sadam, un joven afgano de 16 años, relata con la inmadurez de un muchacho de su edad cómo trata cada noche de alcanzar el Reino Unido escondiéndose dentro de camiones con destino al puerto de la capital de la región Nord-Pas du Calais y, más tarde, el Reino Unido. “Abrimos la puerta de atrás y nos escondemos entre la carga. Si no podemos abrirla, nos subimos encima del camión y rajamos el techo para poder entrar”, cuenta su amigo Mustafá, también procedente de Afganistán y que habla un fluido inglés, “Solemos llegar hasta el Reino Unido, porque la policía francesa hace la vista gorda”. Son las autoridades británicas, que disponen de escáneres y perros adiestrados, los que les encuentran en el interior de los vehículos y los mandan de vuelta a La Jungla.

Una rutina que se repite inexorablemente día tras día. Sadam lleva tres meses en el campo, Mustafá, cuatro. No son los únicos menores, ni los únicos relatos, existen decenas de historias que muestran el desengaño y la desesperación de La Jungla. Ahmed, otro chico afgano que reside desde hace meses en el campamento y que como tantos otros intenta desembarcar cada día en Reino Unido, viajó solo desde su país con el objetivo de cumplir su meta: llegar a Inglaterra. En Londres le espera parte de su familia. A menudo, sus parientes le llaman al móvil para saber por qué no se ha reunido todavía con ellos. No saben de la dificultad que entraña cruzar la última frontera y se preguntan a diario por qué Ahmed continúa en Francia.

Los menores asumen a veces más riesgos que los adultos, quizá por su inmadurez que les lleve a una mayor inconsciencia, quizá por la presión a la que se ven sometidos en el campamento, o simplemente por el deseo irrefrenable de llegar a territorio británico. Liz Clegg, una de las voluntarias presentes en Calais, recibió hace poco un mensaje de un niño afgano de siete años. Le pedía ayuda. Se encontraba en el interior de un camión con otros refugiados y se estaban quedando sin oxígeno.

A finales de febrero las autoridades francesas desmantelaron la sección sur de Calais. En esos días los enfrentamientos entre la policía y los refugiados se sucedieron en los alrededores de la autopista que lleva al puerto. Fue entonces cuando desaparecieron 129 niños y adolescentes no acompañados, según denunció la organización Help Refugee. “Fueron momentos muy violentos y dolorosos”, recuerda Annie Gavrielescu, voluntaria de esta ONG.

La rabia y la frustración de los menores, otra vez obligados  a abandonar sus hogares --las improvisadas viviendas que les refugiaban-- les condujo a destrozar todo lo que encontraron a su alrededor. Tiendas ardiendo, el centro de mujeres y niños construido por los voluntarios… todo destruido. “Sé que suena horrible. Unos jóvenes destruyendo lo que los voluntarios han levantado para ellos pero, al final, es el resultado de la frustración, la violencia acumulada que vienen sufriendo y la amenaza de que, una vez más, echarán abajo sus casas”, justifica Gavrielescu.  

En su empeño por fingir que La Jungla no existe, las autoridades francesas no poseen registro alguno de las personas –menores de edad o no– que viven en el campo. Los únicos datos que existen son los de un recuento mensual, sin nombres ni apellidos, ni origen de las personas, realizado tienda por tienda por las organizaciones allí presentes. Gracias a este censo se sabe que durante el mes de marzo 129 menores dejaron el campo. La pregunta que todo el mundo se hace es dónde se encuentran todos ellos.

“No tenemos nombres y apellidos, ni siquiera fotografías. Así es imposible que las autoridades abran el caso”, se queja la responsable del improvisado departamento legal de La Jungla, Solenne Lecomte, ante la dificultad de que se inicie una investigación policial. Incluso, cuando están heridos o enfermos, explica Lecomte, los hospitales sólo les brindan atención primaria porque no disponen de ningún recurso que les permita registrarlos en la base de datos del sistema sanitario francés.

En La Jungla,  los menores pueden acudir a varios centros como Jungle Books –hasta los doce años–, el centro de mujeres y niños, y el Baloo’s Youth Centre, organizados por voluntarios. Este último pretende ser un lugar de paz, un soplo de normalidad alejado de las trágicas historias de las personas que allí viven. Una casa de la juventud localizada a las afueras del campamento donde sólo pueden acudir los menores. Allí, según relata uno de los voluntarios del centro, intentan evadirse durante unas horas al día de una realidad difícil de afrontar para personas de tan corta edad. Juegan al fútbol y al críquet, aprenden inglés y francés y reciben el apoyo personalizado de los voluntarios. Por supuesto, no es de asistencia obligatoria, por lo que el número de chicos que acuden asiduamente ronda los sesenta, una pequeña proporción si se compara con las cifras que se manejan, trescientos menores en un campo de unos cuatro mil novecientos refugiados.

Con estas actividades y la actitud de los voluntarios construyen un círculo de confianza en torno al centro. También les ofrecen teléfonos móviles para ayudarles a comunicarse. Gracias a ello el Baloo’s Youth Centre ha conseguido contactar con algunos de los 129 niños que desaparecieron tras el desalojo de la parte sur de La Jungla.

“No tenemos información de todos ellos, no todos han contestado. Sin embargo, sabemos que parte de los que abandonaron el campo han conseguido llegar a Inglaterra, donde les esperaban sus familiares. Nuestro trabajo ahora es ponerles en contacto con personas que pueden ayudarles a solicitar asilo en Reino Unido”, relata un voluntario del Youth Centre  que prefiere mantenerse en el anonimato.

Otros no han tenido tanta suerte y se encuentran en campos de refugiados de Francia como el de Dunquerque –a apenas 30 kilómetros de Calais–, o en ciudades de Bélgica y Alemania.

Incluso, se da el caso de que algunos de ellos han permanecido en el campo sin ser reconocidos o descubiertos por los voluntarios. En los centros solo conocen a aquellas personas que acuden con cierta frecuencia.

La alternativa a jugarse la vida en el cruce hacia Reino Unido es solicitar asilo en Francia, pero pocos menores se aventuran a emprenderla. Son muchos los obstáculos.

Iniciar los trámites requiere que el menor, por propia voluntad, acuda a las oficinas de los servicios sociales de Calais. Se trata de recorrer andando un trayecto de más de una hora para solicitar asilo en un despacho que carece de intérpretes. En el caso de que acepten considerar su caso e iniciar el proceso, se les asigna un tutor legal y se les añade a la lista de espera para regularizar su situación. “En el mejor de los casos están condenados a vivir en La Jungla durante los largos meses que dura toda la tramitación”, señala Gavrielescu.

Además, insiste la voluntaria de Help Refugee, es muy difícil convencerles de solicitar asilo en Francia. La barrera del idioma, el sentimiento de no ser bienvenidos y los episodios de conflicto que han vivido en el campamento con las autoridades francesas han ido creando un clima de desconfianza que no favorece la decisión. “Incluso aquellos que inician el proceso para ser acogidos en Francia siguen tratando por todos los medios de entrar en Reino Unido”.

Al Baloo’s Youth Centre acude un sólo menor que ha solicitado asilo en Francia. Cansado de asumir el riesgo diario de entrar en el Reino Unido, decidió por propia voluntad solicitar asilo. Continúa en La Jungla a la espera de la resolución.

Un hilo de esperanza se abrió para estos 300 menores de Calais cuando el senador laborista británico Alf Dubs impulsó desde la Cámara de los Lores una enmienda a la Ley de Inmigración que permitiera acoger a 3.000 niños no acompañados que se encuentran en Europa. El Partido Conservador rechazó la propuesta poniendo como excusa un supuesto efecto llamada para los refugiados.

Hace ochenta años, el programa Kindertransport permitió la llegada a Reino Unido de 10.000 niños judíos provenientes de Europa. Niños alemanes, austriacos, checos... fueron acogidos. Hoy, los menores refugiados no acompañados, originarios de Afganistán o Siria, también solicitan su protección y amparo pero son rechazados.

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Jorge Miró

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