El Senado ha vuelto a aparecer en la discusión pública y no precisamente por su inutilidad. Políticos, expertos y académicos empujaban cada cierto tiempo al Senado al centro de la pista de las reformas institucionales reclamando que la segunda cámara se convirtiera en una representación de los intereses de los territorios. En la calle este debate nunca caló y el Senado servía para hacer chistes por la nula visibilidad de sus trabajos. Ciudadanos cogió al vuelo esos chistes y proponía en su programa electoral su desaparición. UPyD lo hizo antes. Cosas del populismo.
Últimamente, en cambio, el protagonismo del Senado está marcado por su acento autoritario y su carácter conservador tirando a reaccionario. Y no estoy hablando de la escena más estelar desde su nacimiento, la suspensión del autogobierno de Cataluña disparando con el 155. Sino de la amenaza de aplicar su único veto irreversible al techo de gasto que le permite imponer su ideología al modelo económico por encima de los acuerdos del Congreso y que tiene al Gobierno de Pedro Sánchez en el disparadero por sus planes para saltar esa valla legal. Esa mayoría absoluta conservadora del Senado para frenar las indeseables ocurrencias de la mayoría del Congreso nos recuerda la motivación de su nacimiento que voy a resumir brevemente en las siguientes líneas. Un resumen que conscientemente evita centrarse en los trabajos de las Cortes Constituyentes para recordar que el Senado fue una imposición previa que la oposición al franquismo tuvo que aceptar como tantas cosas a cambio de que llegaran de una vez a España unas elecciones democráticas.
El pescado del bicameralismo estaba ya vendido mucho antes de que empezaran sus trabajos los parlamentarios de la primera legislatura
Uno de los presuntos padres de la Constitución de 1978, el comunista Jordi Solé Tura, se quejaba amargamente de la fealdad del Senado que estaba contribuyendo a crear antes de que naciera. Decía literalmente en el interior de las Cortes Constituyentes, en el verano de 1978, que una Cámara de esas características no iba a resolver ningún problema y que los complicaría todos. Añadía que no serviría para luchar contra las desigualdades existentes y para reequilibrar los desequilibrios. Remataba su visión pesimista con el anuncio de que solo serviría para contrarrestar el principio de proporcionalidad y para frenar la posible iniciativa de la Cámara fundamental, el Congreso de los Diputados. El Senado, como la Monarquía, estaban ya impresos en nuestra Constitución de 1978 antes de las primeras elecciones democráticas. El pescado del bicameralismo estaba ya vendido mucho antes de que empezaran sus trabajos los parlamentarios de la primera legislatura que acabó siendo constituyente.
La utilización de una segunda cámara para limitar los efectos de la incertidumbre electoral estuvo siempre presente en los diseños institucionales del poder que tenía la capacidad de creación constitucional, los herederos del franquismo. Aunque finalmente la composición del Senado se abrió en mayor medida a los resultados electorales, no dejó de ser una creación previa a los debates constituyentes que no era querida por ninguno de los partidos de la oposición democrática. El establecimiento del Senado no sólo iba a servir para controlar en mayor medida el proceso constituyente, sino que iba a servir también para garantizar su continuidad en la nueva Constitución. Las asambleas constituyentes bicamerales tienden a crear constituciones bicamerales.
A la muerte del dictador, los reformistas del franquismo apostaron por la creación de dos cámaras como suele ser característico de las transiciones que dirigen los reformistas del antiguo régimen. La estructura bicameral incluida ya en los primeros proyectos del gobierno de Carlos Arias se mantendría hasta su inclusión definitiva en la Constitución. Según el primer borrador conocido, ambas cámaras estarían dotadas de idénticos poderes. Cuando desde la sala de mandos del postfranquismo comenzó a diseñarse el control de las primeras elecciones, las preferencias eran todo lo claras que podían ser en un momento en el que no se sabía qué partidos iban a concurrir a las elecciones: Por un lado, controlar la futura Asamblea Constituyente con un contrapeso corporativo en forma de segunda cámara, una mínima representación por provincia para contrarrestar la fuerza de los partidos de la oposición democrática en los grandes centros urbanos y un congreso pequeño como techo a la representación demográfica y, en menor medida, por el temor al parlamentarismo de la Segunda República.
Estas tres medidas continuarían prácticamente inalterables hasta la publicación de la primera ley electoral, en la que no intervino ningún miembro de la oposición democrática. La intención inicial de que fuera una cámara compuesta en su totalidad por la élite proveniente de las estructuras del poder franquista es evidente. En abril de 1976 se planteó la eliminación de los cuarenta senadores permanentes y la de los miembros del gobierno. Los autores de estas propuestas, defendidas por Adolfo Suárez, estaban posicionándose ante la ya previsible caída del presidente del Gobierno Arias por la falta de confianza del rey Juan Carlos. Como se buscaba un espacio de reforma mínima que fuera tolerada por la oposición, un Senado de esas características hubiera resultado inaceptable para las fuerzas políticas antifranquistas. Por lo que la vía para controlar el proceso de creación constitucional, que ya se anunciaba que habría de pasar necesariamente por unas elecciones, debía de incluir un Senado cuya composición fuera mayoritariamente democrática.
El bicameralismo como herramienta de control fue puesto en marcha por el segundo Gobierno regio de Adolfo Suárez
El bicameralismo como herramienta de control fue puesto en marcha finalmente por el segundo Gobierno regio de Adolfo Suárez. Su intención de convocar elecciones libres se materializó con su declaración programática de gobierno del 16 de julio de 1976. El mismo día que anunciaba la convocatoria electoral, adelantaba que su diseño parlamentario incluía la existencia de dos cámaras de las que la segunda no dependería en exclusiva del sufragio universal. Con estas ideas previas presentó el borrador de la Ley Para La Reforma Política. El primer Senado que apareció en el borrador que Adolfo Suárez presentó en el Consejo de Ministros de agosto de 1976 estaba en la misma línea antidemocrática que el defendido por el Gobierno Arias, incluso todavía eran menos los senadores que deberían su elección al sufragio universal. Solamente dos por provincia y uno por Ceuta y otro por Melilla. De sus 250 senadores, 40 serían designados por el Rey en cada mandato, dieciocho por el Gobierno, cincuenta elegidos por sus corporaciones profesionales y cuarenta por las universidades y corporaciones culturales. Únicamente 102 de los 250 senadores podían escapar al control total del poder con capacidad de creación constitucional.
Esto resultaba inaceptable para que la oposición legitimara con su participación las elecciones. De los cuarenta de Ayete y la cámara completamente corporativa que se había diseñado al principio de la transición acabaron quedando los cuarenta senadores que serían designados directamente por el Rey. Todos los partidos de la oposición habían reclamado una Asamblea Constituyente unicameral. El Gobierno de Adolfo Suárez y su partido, la UCD, se aseguraba con la elección del mismo número de senadores en todas las provincias tener aún mejores resultados que en el Congreso. Y además, para reforzar su mayoría, siempre tendría a su disposición los cuarenta senadores designados por el Rey sin pasar por las urnas.
Hay que recordar que el nombre de los senadores reales sólo se hizo público tras conocer los resultados electorales, por lo que era una herramienta de gran utilidad para equilibrar la balanza, en el caso de que los resultados electorales hubieran dado una mayoría a la oposición política. Para las elecciones del Senado se utilizó otro mecanismo que beneficiaba de forma sutil los intereses del poder convocante. Una de las medidas que contenía la ley electoral determinaba que las papeletas para el Senado debían incluir a todos los candidatos a senador ordenados alfabéticamente, sin tener en cuenta el partido por el que se presentaban. El Gobierno de la UCD pensaba que sus candidatos eran lo más conocidos y que los electores que buscaran nombres familiares, en lugar de siglas, tenderían a situar la cruz en la casilla correspondiente a sus senadores.
La imposición de una segunda cámara con idénticas competencias para elaborar la Constitución fue aceptada como un mal menor por la oposición democrática. Eran contrarios a esta división del Parlamento pero ante la legitimidad popular obtenida por la Ley Para la Reforma Política tras el Referéndum no tenían ninguna posibilidad de defender una Asamblea constituyente unicameral. Comenzaron a cambiar sus argumentos sobre el Senado y el enfoque viró hacia la transformación del Senado en Cámara de nacionalidades y regiones.
Y anunciaban que una vez que comenzaran sus trabajos las Cortes Constituyentes harían todo lo posible para subordinar el Senado al Congreso de los Diputados y acabar con la designación directa de senadores por parte del Rey. Su estrategia política consistía en aplazar cualquier intento de liberación de los controles establecidos previamente por los herederos del franquismo hasta la puesta en marcha de las futuras Cortes. Eso es lo que hicieron. Dentro de la cámara intentaron liberarse de las zonas de exclusión previas, pero no consiguieron cambiar el sistema de elección del Senado, con un sesgo conservador todavía más pronunciado que el del Congreso ni replicar el modelo alemán de una segunda cámara para representar los intereses de los territorios.
Espero no haber reabierto ninguna herida con este artículo recordando la correlación de fuerzas que había durante la transición y que explican el origen de nuestro Senado. Bastante hizo la oposición democrática con rebajar las atribuciones menos democráticas que se pretendían institucionalizar con la segunda cámara. Cuarenta años después, sigue siendo más relevante para la calidad de nuestra democracia denunciar el sesgo conservador del Senado que su inutilidad.
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