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Estas personas no son impostoras. Verdaderamente se encuentran mal. Pero su dolencia principal es del alma, no del cuerpo

El enfermo imaginario está instalado en una “queja con demandas sanitarias”; expresa un reclamo constante y desproporcionado de cuidados médicos. 

Para el enfermo imaginario sólo la atención del cuidador por antonomasia (el médico) amortigua su queja. Este paciente suele presentar una panoplia de síntomas recurrentes: ojos, oídos, garganta, jaquecas, arritmias, dolores musculares y en las articulaciones, taquicardias, hipertensión... Y, ciertamente, no son padecimientos fingidos. Otro asunto es encontrar qué tipo de causa misteriosa puede producir un repertorio tan vasto de síntomas. Y cuál puede ser el bálsamo milagroso para tan extraño padecimiento. 

No es tanto el miedo a padecer una enfermedad grave (hipocondría) su característica principal sino conductas que reclaman un foco sobre el sentimiento de soledad, de desvalimiento y de tristeza. Por tanto, tiene que ver más con los trastornos del estado del ánimo; y, en personas muy mayores, habría que considerar, además, la posibilidad del inicio de una “demencia senil”.

Supongamos que la persona a la que nos referimos sea una señora mayor (suele ser lo más frecuente). Podríamos imaginar su vida. Es probable que su infancia transcurriera con muchas carencias materiales y afectivas. Seguramente apenas si tuvo niñez, ni juventud. Desde muy pronto tuvo que ayudar en casa cuidando a sus hermanos pequeños, haciendo faenas domésticas impropias de su edad, arreglándoselas para solucionar problemas, sin recibir un regalo, unos reyes, un vestido o unos zapatos nuevos. Quizás, a todo lo anterior, habría que añadir cuidados emocionales a su propio padre o madre (casos de viudez temprana, muertes repentinas o traumáticas, malos tratos, abandonos, episodios terribles en la Guerra Civil…). De manera que con siete u ocho años ya era una mujercita/madrecita y pasó con apenas dieciocho o diecinueve años de ser una adolescente, a tener hijos; de una niña “adulta” a una adulta “niña”. Su vida se ha resuelto en dos palabras: deber y cuidar. A los abuelos, padres, hermanos, tíos, hijos y nietos. Y a la gata y al perro, también.

El enfermo imaginario al que nos referimos puede tener hoy entre sesenta y ochenta años. ¿Cuándo tuvo unas vacaciones? ¿Quién le preguntó si quería o qué deseaba estudiar? ¿Cuánto tiempo tenía para jugar, para charlar con las amigas, para bailar los sábados por la tarde o para ir al cine? ¿Cuántos novios se le permitió tener y quién –de verdad- eligió al que finalmente fue su marido? ¿Cuándo acordó con su marido los hijos que iban a tener? ¿Cuándo se sintió reina de su casa y no criada?

Recientemente y de una manera inconsciente, ha decidido que ya es hora de reequilibrar las cosas y recibir cuidados. Y es tal su carencia emocional biográfica que se ha instalado en una queja infinita, como una noria circular. Oculistas, otorrinos, digestivos, traumatólogos, internistas, cardiólogos… y vuelta a empezar. Un inagotable recorrido por todas las especialidades hospitalarias. Porque nuestra paciente comienza por las visitas ambulatorias pero pronto las demandas se hacen más y más específicas, y ya solo las aplaca momentáneamente un especialista como Dios manda. O un tratamiento experimental. O muchos. Aunque sabemos que el crecimiento exponencial de la queja es independiente del número de veces que se satisface. Da igual.

"Las personas que están instaladas en la 'queja con demanda sanitaria' no son impostoras. Verdaderamente se sienten mal"

El síntoma (la queja) organiza el funcionamiento del sistema y en este caso, además, procura un beneficio secundario: la atención de los hijos. Tiempo en el que los hijos deben estar con su madre, porque hay que llevarla al médico, recoger los análisis, acompañarla a la farmacia, echarle las gotas, organizar el pastillero… (Después podemos ir a tomar un cafelito, hay que ver, hijo, nunca tienes tiempo de nada, siempre corriendo y yo sola todo el día; pero vete, vete a tu casa que es donde tienes que estar, los viejos somos un estorbo). 

Los hijos no dan crédito al cambio experimentado por su madre. La persona que jamás expresó un deseo, que nunca se quejó de nada. No la reconocen. Aunque ya el sistema intuía algo y, por tanto, no es extraño que en la familia haya algún hijo, nieto, sobrino o primo que sea médico, enfermera o trabajador social. Profesiones de cuidadores. Porque, en estas familias, hay una transmisión intergeneracional del deber de cuidar.

Y ahora se produce el reparto de los cuidados a la madre. Ya sabemos que en gran medida este reparto se hace en función de la posición y del género. Las hijas mayores son las que tienen más probabilidad de ser las “elegidas”; después las hijas pequeñas, después los hijos mayores; después los hijos pequeños; y finalmente las hijas y los hijos de posición intermedia. Generalmente. Porque cada familia y cada persona es un mundo.

Las personas que están instaladas en la “queja con demanda sanitaria” no son impostoras. Verdaderamente se sienten mal. Pero sus dolencias reales no son las que expresan con la boca sino con los ojos, no con las palabras sino con el gesto y la mirada de desconsuelo. El enfermo imaginario no es que esté sano, ciertamente está enfermo.  Pero su dolencia principal es del alma, no del cuerpo.

Sobre el autor:

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Claudia González Romero

Periodista.

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