La carnicería de Manolo Agüero Begines, frente al porche de la parroquia mayor de Santa María la Blanca, en Los Palacios y Villafranca, está a punto de cumplir el siglo. Y es muy probable que lo haga, porque desde hace meses la regenta una nieta de Manolo, María, que hoy lo ha llorado, como el resto de sus ocho nietos y siete bisnietos, cuando su féretro ha traspasado la puerta de la iglesia, a solo unos metros de esta carnicería que abrió el mismo año en que él nació, 1932. Ha llovido desde entonces, desde que la madre de Manolo, embarazada de él, abriera un negocio que va ya por la cuarta generación. Pero Manolo el carnicero se ha marchado un poco antes de convertirse en centenario.
Nació en la Nochevieja de aquel año de la II República, fue apadrinado por quien iba a convertirse en alcalde entonces, Juan Hidalgo, y no tardó en quedarse huérfano porque a su padre, como al alcalde, lo asesinaron los franquistas al comienzo de la Guerra Civil. De modo que la carnicería, con su porquera anexa, su gallinero y la costumbre de madrugar para la matanza, fue el pan de cada día para este hombre luchador cuya estampa en el mostrador de su tienda de barrio sigue en la memoria de tantos palaciegos cuando piensan en el porche parroquial, con su pequeña cuesta y su escalinata para acceder al templo.
En los últimos tres cuartos de siglo, incluso los palaciegos que han llegado al porche con todo el boato para casarse o para bautizar a sus hijos recordarán a Manolo Agüero en su faena, detrás del mostrador o en el umbral de su humilde tienda donde también se vendía pan y básicos productos de limpieza ataviado con el delantal.
Pero quienes lo recuerdan mejor aún son las clientas que durante tanto tiempo le dejaron fiado porque, en una población volcada en la agricultura, la libreta para apuntar los mandados de Manolo Agüero era mucho más larga de lo que parecía. “La gente iba apuntando, porque en el campo había casi seis meses en que no se ganaba nada, y mi abuelo tenía la seguridad de que le pagarían en cuanto cobraran”, recuerda ahora su nieta María, que no solo ha heredado el oficio sin habérselo propuesto –porque antes se hizo peluquera- sino también la histórica carnicería y la estrella de la casa: sus morcillas y chorizos.

“Las morcillas de mi abuelo son famosas en toda la comarca”, señala María, “e incluso en el extranjero, porque estas morcillas han llegado incluso a Estados Unidos, a Francia y a Alemania”. Todo empezó con el boca a boca de los emigrantes que se marcharon allá, de modo que, al poco de recibir estos productos autóctonos en sus nuevos hogares, lo empezaron a reclamar también sus vecinos. “Hoy es más fácil, con internet y las redes sociales”, reconoce María, que sigue la estela de su abuelo, al que considera, justificadamente, “abuelo y padre”, pues “fue quien nos crio”.
"Una vida larga, de trabajo y como él la quiso vivir"
Manolo Agüero no era una persona especialmente religiosa, o al menos no tanto como su esposa, a la que perdió hace más de un año, aunque “su manera de demostrar el amor por los demás era el trabajo y la entrega sin pararse a preguntar”, recuerdan ahora sus dos hijas, Blanca y Encarni. Tuvo que sufrir la pérdida de un hijo con solo 49 años de edad y en la cresta de su éxito como arquitecto. “Pero no lo lloró tanto porque tuvo que hacerse el fuerte frente a mi abuela, para protegerla”, reconoce su nieta María, que lo considera “una persona infinitamente generosa y entregada por los demás”.
Otra de sus nietas, Blanca, ha dejado escrito en sus redes sociales: “Si la fortaleza fuese imagen… Una vida larga, de trabajo y como él la quiso vivir. Luchador incansable, supo lidiar con duros sinsabores, haciendo que lo difícil fuese fácil”, y después de describirlo como “humilde y cascarrabias a partes iguales, pero sobre todo sabio y capaz”, ha recordado su “pasión y gusto por la tauromaquia”, pues “ver los toros sin tu retransmisión no será lo mismo”. Y ha concluido: “Gracias a la vida por dejarme ver lo auténtico y lo puro”.
A Manolo Agüero, cuyo hermano Curro también regentaba una tienda en la misma cuesta de la iglesia pero abajo hasta que murió hace 15 años, se le notaba el trabajo de toda una vida de sacrificios en su gesto serio y en una cojera –por el mal estado de sus rodillas- que no le impedía trabajar a destajo, desde aquella época en la que, junto a su esposa, se tenía que levantar de noche para la matanza de cerdos, pollos y gallinas, para la limpieza y para descuartizarlo todo y tenerlo listo para la clientela al amanecer. En sus escasos ratos de descanso, Manolo arrugaba el ceño en su puerta y miraba lo único que tenía delante: la alta torre del campanario de Santa María Blanca, que ha bendecido siempre a todo el pueblo pero especialmente a él, por especial cercanía. Ya descansa en paz.



