La víctima 478 tiene un nombre y apellidos, tuvo una familia, mujer y siete hijos, una profesión, zapatero, y una tierra, Grazalema. A Ramón Vega Román, de 41 años, se lo llevaron un día para no volver nunca más y para que Ana Castro Sánchez, su mujer, se quedara viuda con siete bocas que alimentar. El más pequeño de sus hijos, Santiago, de tan sólo seis años es el único que vive y mañana se encontrará con el padre ausente que le arrebataron en su infancia.
Hoy sus nietas, Ana Román y Ana Vega, han acudido al cementerio de San Fernando donde Ángeles Fernández, presidenta, y demás miembros de la Asociación por la Recuperación de la Memoria Democrática, Social y Política de San Fernando (Amede) les han hecho entrega de los restos de su abuelo. En un sencillo acto y con la presencia institucional de los concejales de Cultura y de Infraestructuras y Mantenimiento Urbano del Ayuntamiento de San Fernando, Pepa Pacheco y Javier Navarro, respectivamente, las nietas han recibido los huesos de Ramón.
Previamente, era Javier Pérez Guirao, antropólogo de Amede, el que, con sumo cuidado, abría la caja 478 para introducir los restos de Ramón en el que ya iba a ser su definitivo ataúd. Costillas perfectamente conservadas, un fémur, la tibia y así todo el cuerpo. Apareció completo. También tres botones de aquella camisa que llevaría puesta. Y el cráneo. Primero un trozo pequeño, luego el resto. “No le he dado uno sino muchos besos al cráneo de mi abuelo y a sus huesos”, dice entre lágrimas Ana Román Fernández, la nieta que con más ahínco ha buscado a su abuelo.

Exactamente, desde el año 1982, cuando un descendiente de otro grazalemeño fusilado en La Isla - fueron seis en total- empezó a recabar información sobre su familiar y también sobre el abuelo de Ana. “Él empezó a arreglar papeles porque tenía una hermana que se había quedado viuda y estaba intentando tramitar una pensión por orfandad. Cuando iba encontrando documentación, le contaba los avances a mi padre pero llegó un momento en el que mi padre le pidió que esas cosas me las contara a mí”. Ella, antes no sabía nada. “En mi casa no se hablaba de eso y si lo hacían, me decían, Anita a la cocina. Recuerdo que cuando iba al cementerio a ver la tumba de mi abuela, yo le preguntaba a mi padre por él y me decía que había muerto fuera. No hablaba más”.
Su pertenencia a la CNT fue causa para que él y cinco vecinos más, Julián Álvarez Calle (jornalero, 22 años), Juan Gómez Pérez (panadero, 29 años), Francisco Palacios Tornay (jornalero, 30 años), Pedro Rincón Román (trabajador textil y presidente del Ateneo Cultural Obrero, 23 años) y Diego Román Palma (jornalero, 27 años) fueran detenidos y conducidos, primero a Ubrique, donde se celebró un consejo de guerra, el 175/37, y luego a los calabozos del Ayuntamiento de San Fernando el 26 de julio de 1937, según recogen Miguel Ángel López Moreno en su obra República, alzamiento y represión en San Fernando y David Doña Guillón en su libro Sucedió en Grazalema.
A las 4.45 del 20 de julio de 1938 le comunicaron que iba a ser fusilado; a las 7.15 ya estaba en una caja
La entrada de las tropas sublevadas el 13 de septiembre de 1936 en Grazalema provocó la huída despavorida del pueblo, entre ellos, la de Ramón. “Se fue a San Pedro de Alcántara y allí estuvo trabajando de zapatero pero cuando tomaron Málaga y la gente empezó a irse a la carretera de Almería, él se volvió. Se presentó en el cuartel y a los pocos días se lo llevaron”, rememora Ana.
Cerca de un año estuvieron Ramón y sus compañeros presos en San Fernando hasta que la madrugada del 20 de julio de 1938, sus vidas les fueron arrebatadas. Con macabra precisión, los documentos recogen que a las cinco menos cuarto de la mañana de ese 20 de julio, el juez comunicó a los vecinos de Grazalema que habían sido condenados a muerte.

Quince minutos después, los reos fueron “puestos en capilla”, en la planta baja del Ayuntamiento de San Fernando, donde les facilitaron lápiz y papel para escribir su testamento, una carta de despedida y confesarse si así lo desearan. A las seis y media de la mañana, fueron abatidos a tiros en la tapia del cementerio de San Fernando. A las siete y cuarto, ya fueron colocados en cajas y enterrados en la fosa común cuarta, de la manzana letra A (hoy fosa 8 de las excavaciones de Amede). Ramón mirando al norte; el resto, a los demás puntos cardinales. “Es uno de los pocos casos en los que la eficiencia militar sirve para localizar con exactitud los cuerpos”, dice en su libro Miguel Ángel López Moreno.
Efectivamente, la documentación tan detallada y la edad más adulta de Ramón con respecto a sus compañeros, permitió realizar una primera identificación presuntiva, tal como ha explicado Pérez Guirao. No obstante, desde Amede contactaron con los familiares y tomaron muestras de ADN tanto a las dos nietas, como a uno de los nietos, Ramón Vega, del mismo nombre que su abuelo y que es el que confirmó la coincidencia genética, eso sí, en los laboratorios madrileños Labgenetics, “tras no encontrarse vínculo genético desde los laboratorios de la Universidad de Granada”, explican desde Amede.

“Me esperaba que iba a reaccionar peor porque llevo muchos días muy nerviosa, sin poder dormir pero cuando he visto los huesos”, resopla y sigue, “yo quería darle un beso pero le he dado muchos besos”, refiriéndose al cráneo como si aún pudiera besar la cabeza de su abuelo. "Lo conseguiste Ana", le decían mientras ella no dejaba de dar las gracias. También lo hacía su prima, la otra Ana.
“Ahora mismo tengo una sensación de orgullo y, a la vez, de sufrimiento por verla a ella todos estos años luchando. Todo el mérito es de ella y que nos haya tocado a nosotras recoger lo que tanto han buscado nuestros padres, es indescriptible. Una emoción total”. Ella, que vive en Ronda, no se enteró de lo que le había pasado a su abuelo hasta que tuvo unos 13 años. “Mi padre se cuidó mucho de no inculcarnos ni maldad ni odio ni por un partido ni por otro. Y cuando te enteras de lo que le pasó es que no llegas a entenderlo. Por eso, compartir con ella esto es muy emocionante”.
Ana ya ha preparado en su casa de Grazalema la mesita de costura de su abuela para poner la caja con los restos del abuelo Ramón, velarlo toda la noche y recibir a todos los familiares y vecinos que quieran darle el último adiós. Mañana descansará por fin con su mujer Ana Castro Sánchez que también murió pronto, en 1952, por la vida que le tocó vivir. “Mi abuela lo pasó fatal porque él era muy bueno y se quedó sola con siete hijos que tuvo que poner a trabajar en ranchos y donde fueran para que al menos tuvieran algo de comer”.
La satisfacción también se notaba entre los miembros de Amede que acompañaron a las nietas de Ramón. Su empeño en rescatar a los fusilados de la tierra ha sido imprescindible para que las familias puedan cerrar sus heridas y recuperar a los suyos. Aunque los tiempos se lo pongan difícil, aunque el rosal que floreció en la antigua fosa y que ha sido cuidado durante años con cariño por los voluntarios de Amede haya sido vandalizado con ácido o lejía, como lamentaba hoy Merche. “Nosotros seguiremos”.



