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Manuel, desempleado de larga duración, elabora en su modesto piso de la calle Nueva panes, empanadas, bizcochos y magdalenas a base de originales masas e ingredientes que luego vende para poder subsistir.

Se escucha reggaeton a la altura del número 32 de la calle Nueva. Tres bolizas, sin oficio ni beneficio, discuten sobre cosas banales sentados en unas sillas de madera. De un boquete hecho en la tapiada puerta de lo que queda de la peña Los Juncales se asoman pestilentes bolsas de basura sobre las que revolotean un buen puñado de moscas. Poco queda ya de una de las calles flamencas por excelencia de Santiago, algo que les contó no hace mucho a la perfección el compañero Paco Sánchez Múgica.

Entramos en el número 32, un viejo bloque de aquellos que edificara en su día el franquista Ministerio de la Vivienda. Llamamos a un timbre del tercer piso, en cuya puerta hay pintada una gran bandera de Jamaica. Nada más abrirnos su inquilino, nos seduce un agradabilísimo olor a pan recién hecho. Qué diferencia si lo comparamos con el tufo de afuera.

Manuel Justos Rey, a punto de cumplir los 40, nos pide que tomemos asiento en el sofá del salón mientras le echa un ojo al pan que tiene en el horno. Hijo de emigrantes cordobeses en Francia, nacido en París pero criado en Madrid, llegó a Jerez hace 12 años tras una larga estancia en Reino Unido, primero en Londres y después en Edimburgo, donde se ganaba la vida trabajando en la hostelería a la par que mejoraba su inglés.

La de Manuel es otra historia, de las muchas que hay, de gente que más que vivir, sobrevive. Se gana la vida haciendo panes, empanadas, bizcochos y magdalenas al estilo tradicional, elaborando originales masas e ingredientes en su modesto piso. “Las personas de entre 30 y 40 años sin cargas familiares no suelen tener ayudas a menos que tengan alguna enfermedad o minusvalía, así que los que no encontramos trabajo tenemos que ganarnos la vida como sea”. Encima, cuenta que tras su vuelta a España tuvo problemas para que se le reconocieran los años que estuvo cotizando en Reino Unido, con lo cual tampoco tuvo derecho paro.
Su historia comienza cuando estando en Reino Unido entabla amistad en Londres con unos jerezanos, también en el exilio. Tras una posterior visita a Jerez se enamoró de la ciudad. “Me considero urbanita, pero para mí es perfecto el ritmo que marca Jerez, aunque a veces sea demasiado lento”. Con el dinero que hizo en las islas, Manuel se compró su piso de la calle Nueva y comenzó a trabajar en bares y restaurantes, si bien más que nada lo requerían en temporada alta (Navidad, Semana Santa…), con lo cual tampoco es que fluyera mucho el dinero en casa.

La cuestión es que llegó una Nochevieja y unos amigos lo invitaron a casa para cenar y recibir el año nuevo. Manuel no quería ir con las manos vacías, así que decidió ser original. ¿Y si hago un pan?, se dijo. Buscó una receta y ahí que se puso, manos en la masa. La cosa no iría mal cuando recibió halagos de todos los comensales y hasta propuestas. “¿Oye, y con lo bien que te ha salido, por qué no te dedicas a esto?”.

Era comienzos de 2012 y Manuel se lo empezó a plantear, aunque explica que al principio le costó decidirse por su mentalidad un tanto pesimista. Luego vio que era algo en lo que podría invertir relativamente poco dinero pero que le podría dar beneficios, por lo menos, para ir tirando mes a mes teniendo en cuenta que el piso ya lo tenía pagado. Tras hacerse con varios libros de recetas y elaboración de masas, comenzó a hacer sus panes. “El primer mes los iba regalando en tiendas y bares, para que me fueran conociendo. No quería regalarlos a mis amigos, porque entonces ya sabía que a la segunda vez me lo iban a comprar por pena, y eso es lo que no quería”.

Manuel se levanta a diario entre las 5 y las 6 de la mañana. Sus panes tienen un prefermento de 48 horas para rebajarles la levadura, lo que permitirá que luego el pan aguante tierno unos tres días. Luego mezcla las harinas –utiliza de trigo, de centeno, de espelta y de kamut, que es uno de los cereales más antiguo de los que se tiene constancia- y las deja fermentar en bloque unas seis horas. Luego hace la masa, dividiéndola en dos para luego introducirla en unos moldes en el frigorífico. Cuando las saca, las deja un rato a temperatura ambiente y de ahí pasan al horno, donde termina haciéndose el pan en poco menos de una hora. Y todo ello, además, empleando ingredientes como la cebolla, el laurel, albahaca, arándanos, nueces... “Quizás las masas de pan blanco que se veían por aquí estaban muy vistas. Por eso intento mezclar las harinas y enriquecerlas con diferentes ingredientes”.
“Después de tres años haciendo pan puedo decir que cada día aprendo algo nuevo. El pan tiene mucho de alquimia”, afirma Manuel, quien tampoco se atreve a considerarse panadero. “Soy un infiltrado, pero ahora puedo decir que amo esta profesión". Aún así, no considera que le haga competencia desleal a nadie. “A mí esto me da para comer y para pagar la luz. Antes de venir tú ha llegado el cartero para darme el aviso de que me la cortaban. La pago siempre sobre la bocina. Es el único lujo que puedo permitirme. Como mucho, si me sobra algo es para libros y poder seguir estudiando recetas y maneras de cocinar el pan. Yo las cervezas me las tomo en casa, no en la calle”.

“Arte” y “sano” puede leerse tatuado en sus dedos mientras trabaja una masa. “De las últimas veces que estuve en Madrid para ver a mis padres, me dijeron que mis abuelos paternos habían sido panaderos. No lo sabía”, señala como curiosidad a la par que cuenta que “con esta situación, es imposible crecer”. En efecto, su horno sólo le da para hacer nueve panes al día, esto es, 63 a la semana y 270 al mes. “Tanto yo como mis conocidos me han planteado lo de montar mi propio obrador, pero con lo que tengo es muy difícil. Son gastos de alquiler, licencias, tener a una persona contratada para que despache… La capacidad de ahorro que tengo es de cero. Si se me estropeara el horno tendría que pedir un crédito para comprarme otro, pero a ver quién me lo concede…”.

A las 12 de la mañana sus panes ya están listos. Algunos ya están adjudicados, pero la mayoría no tienen dueño. Bajo el sello de ‘Trigo Limpio’ –su marca-, Manuel los embolsa y se va a la calle hasta que los vende todos, y si no, los intercambia por productos que necesita en herbolarios o fruterías. Hay días que le dan las siete o las ocho de la tarde, pero no puede permitirse el lujo de regresar a casa sin venderlos todos. A las seis de la mañana volverá a sonar el despertador. Él sabe bien lo duro que es ganarse el pan.

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Jorge Miró

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