"Aquí compran cuatro generaciones", afirma Paqui López, dueña de la mítica confitería que abrió su padre, Miguel López, en 1956. Desde diez años antes, ya despachaba chufas y caramelos por el centro en un puesto ambulante.

Parece un tenderete ambulante, de estos en los que hay frutos secos, gominolas y trompetas. La emblemática confitería de la plaza Plateros es una simbiosis entre puesto callejero y tienda de golosinas. No tiene rótulo, no lo necesita. “Aquí vienen a comprar cuatro generaciones. Los abuelos vienen con sus nietos y cuando estos crecen vienen con sus hijos”, comenta Paqui López, la actual dueña de la tienda desde que Miguel López, su padre, falleciera con 94 años. Durante su jubilación frecuentaba el negocio, se sentaba en una sillita, hacía compañía a su hija y charlaba con esos clientes fijos que vienen a por cuatro caramelos o frutos secos. Este establecimiento siempre ha estado lleno de vida y ya vivía años antes de que Miguel López comprara la casa en plena plaza Plateros.

Paqui cuenta que su padre, durante la posguerra, comienza a vender “alcatufas, palos duros, cañas de azúcar, caramelos…” con un carrito enfrente de la antigua farmacia Lorente. Aunque la casa la comprara en la década de los 50, Miguel López ya deambulaba por el centro con su tenderete de madera en 1948. “El 11 de octubre mi padre cumpliría 68 años desde que decidiera vender caramelos”, señala Paqui. Se trata de un negocio familiar que finalmente López decide establecer físicamente en 1956, en una casa céntrica donde aún resiste actualmente. Algunos jerezanos extrañan las cuñas y carmelitas que ofertaba la confitería. “Todavía viene gente preguntándome por ellas”, apunta. Ellos no son reposteros. La actual regente de la tienda cuenta que los dulces eran de los Perea, y que cuando estos cerraron su obrador, se acabó el olor a crema pastelera. Aunque Paqui dice que su padre empezó como panadero. “Él tenía mucha constancia y le dedicaba muchas horas en tiempos difíciles”, comparte la hija de Miguel López mirando hacia las piñatas que sobrevuelan su cabeza.

Recuerda a su padre con cariño y mucho orgullo. Muestra unas fotografías antiguas, de las que tienen los bordes blancos y guardan colores sepia. Son imágenes con historia que rondan los años 60. En una de ellas aparece un Rey Mago. “En las navidades, durante la cabalgata, venía uno a darle caramelos a los niños en la casapuerta”, explica.
La tienda vende de todo. “La gente viene buscando cosas de siempre”, dice la propietaria del negocio. Los clientes acuden a sabiendas de que va a encontrar lo que buscan: “Ya sabía que eso lo tenías tú”, le indica uno de ellos. Al rato entra una madre con su hija pequeña y acompañada de su abuela. “Muñecas no tiene, ¿no?”, le preguntan, a lo que ella le responde: “Sí, claro”. La niña escoge la sirena plastificada, asiente repetidas veces y se va contenta. En la confitería Plateros hay objetos de todos los tipos: pistolas de agua, 'pomperos' con los que los menores forman pequeñas burbujas, caballitos de arrastre, molinillos de viento, estampitas e incluso bolsas de perros. Paqui dice que todo lo que la gente le reclame, lo va a traer a la tienda.

Lo más característico de la confitería, además de los colores llamativos, es el caballo eléctrico instalado en el centro de la fachada. Son las diez de la mañana y el caballo blanco no está enchufado. ¿Todavía se montan los niños? Paqui asiente, dice que lleva en ese mismo lugar por lo menos 17 años. Antes le acompañaba otro más grande, pero se estropeó y tenía todavía la hendidura de las pesetas. “Hay gente adulta que viene y me dice que se montaron en ese caballo blanco, pero seguro que se subieron al otro”, expresa. La confitería tiene tiempo, sobrevive a los cambios. Ha sufrido la crisis, pero se moldea según sople el viento. Paqui, quien nació en la misma casa donde trabaja, seguirá abriendo la puerta a partir de las nueve de la mañana para que la gente consiga esas cosas que hacen falta y que solo tiene la confitería de la plaza Plateros.

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Claudia González Romero

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