“Dicen que es una oscilación entre la energía renovable y la energía que nos viene de las hidroeléctricas, de la térmica. Es como si tú en tu casa tienes una potencia contratada y pones más de lo que tienes contratado. Salta. Es una explicación que dan para conformarnos. Puede ser que sea. Pero no se sabe”.
Isabel Aleu Pérez estaba sola en su casa de campo cuando se registró el apagón histórico del que se sigue hablando. Esta gaditana de 70 años se fue tranquilamente a revisar todo el cuadro eléctrico, comprobó que todo estaba en orden, encendió su transistor y se enteró de lo que había pasado. De electricidad, entiende. Hasta hace seis años ejercía como electricista, un trabajo que desempeñó desde los 19. No le teme a la luz. Tampoco a tocar cables ni a cambiar bombillas.
Isabel acabó en una profesión donde predominaban los hombres, circunstancia que no le importó en absoluto. Con su esfuerzo y su pasión por aprender, logró una plaza que le permitió realizar instalaciones eléctricas en los barcos que llegaban a los Astilleros de la Bahía. Sentaba en el centro de mayores Santa Ana, en Chiclana, donde participa en muchas actividades, dice que este trabajo llegó a su vida por casualidad.

“Con 16 años me fui a Barcelona por amor y trabajé en una fábrica de cadenas de seguridad y en una fábrica de cerámica”, cuenta la gaditana, que reconoce que de pequeña prefería los juguetes considerados de niños. Alicates y herramientas que luego le han acompañado durante toda su trayectoria.
Tras cerca de tres años en Barcelona, regresó a su tierra natal. Fue su hermano quien la obligó a hacerlo al ser todavía menor de edad. “Cuando vine, como estaba parada y mi madre y mi padre necesitaban el dinero, empecé a trabajar como todas las niñas, en lo que me salía, limpiando”, recuerda.
Su primer contacto con la profesión
Pero un día, una vecina le habló de un curso específico para mujeres de cableadora y montadora de cuadros eléctricos. Una convocatoria lanzada en la Zona Franca de Cádiz por Navaelectric, empresa dedicada a las instalaciones eléctricas.
Isabel se presentó a los exámenes para poder entrar a esta formación en el año 1974. Tan solo siete mujeres de las 300 que se apuntaron se hicieron con la plaza y ella había quedado la tercera. Muy joven, cuando aún no había muerto Franco, empezó a trabajar como electricista y, al año siguiente, le hicieron un contrato fijo.

“Mis compañeras se fueron casando y se fueron yendo, porque en aquel entonces a los maridos no les gustaba. Y nos quedamos tres o cuatro, y allí estuve más de 20 años”, comenta. Poco a poco, fue asomando la cabeza en el sector e incluso llegó a entrenar para poder levantar los cables pesados que debía manipular.
“Era un trabajo duro, había que doblar cables gordos con las manos, y me fui a un gimnasio, a hacer culturismo, a coger pesas, porque cuando pedíamos ayuda, los compañeros nos decían que cobrábamos lo mismo y que teníamos que hacerlo. Llegué a tener más fuerza en las manos que mi marido”, ríe Isabel mientras repasa su historia.
La gaditana se sentía integrada y cuenta que sus compañeros la arropaban, sin embargo, con los encargados, el trato era distinto. “Había uno que estaba en contra de las niñas”, dice. Además, llegó a sufrir acoso por parte de uno de ellos. “Había un encargado en la empresa que se pasaba. Yo le tenía que decir que yo hablo de trabajo, pero de mi vida privada no. Creía que por ser mujeres ya se nos tiraban los tejos”, expresa.

Según comparte con lavozdelsur.es, un fin de semana en la playa de Cortadura, estaba con su novio cuando se lo encontró. “Estaba yo en bikini, muy bien, muy mona y estaba él con la mujer. El lunes siguiente me dijo, 'uy, qué guapa estabas en bikini', y se acercó a mí para tocarme. Yo tenía una bata blanca puesta. Me la quité, me fui a dirección y lo denuncié por acoso”, sostiene.
A Isabel se le nota el talante reivindicativo. Es de esas mujeres que no se quedan quietas ante las injusticias y, pronto, se apuntó al sindicato. Por aquel entonces, participaba en manifestaciones y, en más de una ocasión se le pudo ver “corriendo delante de los grises”. “Los sindicatos entonces eran sindicatos, se movían porque, entonces, sí que había que pedir derechos”, comenta.
Reinventándose para seguir trabajando
Su trayectoria laboral dio varias vueltas desde que esta empresa se fue a pique. Salió en un ERE, pero la empresa cambió de nombre y la volvieron a contratar. Un año después, ocurrió lo mismo. “Me dieron otro contrato, sería buena, digo yo”, dice Isabel recordando aquella vez que se subió a un trasatlántico noruego para instalar la fibra óptica en los camarotes.
Cuando acabó su contrato, se presentó a unos exámenes de la Seguridad Social, se sacó la FP de electricidad y electrónica, y estudió muchos cursos, de bobinador de motores o de instalación en línea. Después, estuvo como electricista de mantenimiento en distintos hospitales de la provincia de Cádiz. Cuando ya no le llamaron más, volvió a reinventarse.
“Me fui al INEM y vi que necesitaban electricistas que supiesen del tubo H. Yo no tenía ni idea, pero me presenté y me dieron un contrato en un hotel. Y mi compañero, el oficial con el que iba a trabajar, fue el que me enseñó. Y, al final, terminé siendo oficial de él”, explica.
Paralelamente, Isabel nunca ha dejado de realizar trabajos en casas particulares. Son muchas las personas que ya la conocían y que confiaban en sus habilidades. A su hijo le instaló la casa entera y, cada vez que va a casa de alguna amiga, le comenta que no le funciona un enchufe o que le da miedo cambiar una bombilla. Y allí está ella.
Además de conocimientos, esta gaditana ha demostrado tener un gran corazón. “He ayudado mucho. Cuando me decían que fulanita la pobre no tiene para comer y se le ha ido la luz, yo me iba a arreglársela”, dice enseñando sus manos. Esas por las que han pasado miles de cables. Gracias a ellas, la luz nunca ha faltado en barcos, casas, hoteles y hospitales.


