Cartel del documental ‘Underground: la ciudad del arcoiris’ (2003).
Cartel del documental ‘Underground: la ciudad del arcoiris’ (2003).
Madrid, Barcelona y Sevilla. Sevilla, Barcelona y Madrid… Nuestro fiel lector sabrá a qué nos referimos: las tres ciudades que, durante los años 70, estaban a la vanguardia del rock en nuestro país. Que lo fueran las dos ciudades españolas más importantes, la segunda de las cuales disfrutaba de la proximidad de la frontera francesa para la adquisición de vinilos y otros soplos de libertad, no pillará a nadie por desprevenido. Que lo fuera la Baja Andalucía sí desencaja al más pintado, y ha suscitado un alud de teorías: que era idónea para engendrar un rock genuinamente "español" pues suya es la música española por antonomasia, que el blues de los esclavos negros y el quejío de los parias gitanos son paralelos musicales imposibles de pasar por alto o que su facilidad para absorber culturas foráneas nunca le hará ascos a una guinda más en la tartésica tarta de moriscos, marianismo, sefarditas y algún que otro hombre de las cavernas. Sin pretender desentrañar el misterio, nos disponemos a añadirle un ingrediente extra. Un ingrediente con presencia universal que, si ya operaba en los campos de arroz donde los norteamericanos masacraban al comunismo, sin duda debió de tener resonancias en esta tierra que recibía al "tronío de ese gran pueblo con poderío" con charanga, regalos de reyes y cartas de amor.

Nos referimos, claro está, a la Base Naval de la villa de Rota y la Base Aérea de Morón, a unos cincuenta kilómetros de Sevilla. Cedidas a los Estados Unidos a mediados de los años cincuenta, las polémicas instalaciones verán un trasiego humano durante toda la década de los sesenta. Soldaditos que volvían del Vietnam o iban a Sudáfrica, y mucho joven inadaptado que decidió tirarlo todo por la borda y marcharse a aquella tierra mística, jonda y temperamental llamada Andalusia, y vaya si no la encontró en los chiringuitos de Costa Ballena, en la plaza de toros de Sevilla, en una excursión a la judería de Córdoba o en las casitas felices de Rompechapines. En las bases militares y sus inmediaciones se abrieron hamburgueserías, heladerías, peluquerías de corte soldadesco, almacenes donde aprovisionarse de sirope de maíz y mantequilla de cacahuete hasta nuevo aviso... Todo lo básico para la subsistencia yanqui se vendía, se intercambiaba, se prestaba allí dentro, y no iban a ser menos unos preciados vinilos que no tenían que pasar por la censura franquista y un retraso musical de diez años como poco.

Las bases militares eran material de leyenda para la generación del arcoíris. El personal de Morón se instaló en el Barrio de Santa Clara de Sevilla e hizo lo imposible por convertirlo en el distrito hippie de la ciudad, donde juran que se respiraba marihuana y se fumaba The Doors. Un tal Gonzalo García Pelayo conseguía la exclusiva de los nuevos lanzamientos para su club Don Gonzalo, que será, junto a la Glorieta de los Lotos del Parque de María Luisa o las escaleras del Archivo de Indias, uno de los puntos de encuentro e improvisación de los cuatro gatos que practicaban la confesión hippie en Sevilla. El local, aunque asesorado nada menos que por Felipe González, sería clausurado por la policía en 1970 tras haberse propagado los rumores sobre "un bar que había en Los Remedios donde metían cosas a las niñas en la bebida..." (Rosa Ávila). En la primera actuación de Smash también "se desmayaron varias niñas", lo que dio abundante prensa a los corruptores (por derecho) de nuestras hijas... Los Smash, grupo puntero de la primera psicodelia sevillana, encontraron a su guiri particular Henrik Liebgott enamorado de Chiclana y a su líder Gualberto de una norteamericana que le llevará a Woodstock...  "Gonzalo García Pelayo tenía un contacto para conseguirlos y los ponía en su club de Los Remedios. Allí escuché el primer disco de Pink Floyd antes de que se publicara en España", presumía el Antoñito. Otro día les contaremos cómo les fue.

Recuerda aquel ritmillo el periodista Antonio Burgos, con saludable sentido crítico: "Del mismo modo que ahora resulta que todo el mundo estaba en París en mayo del 68, también todo el mundo parece que tenía un negro amigo en la emisora de American Forces Radio de Rota o Morón que le prestaba discos". ¿Y qué si todo fue un mito? Queda como testigo lo que entrados los setenta fueron capaces de fabricar, con negro o sin él. Algo que rezuma un encanto que a veces sólo nosotros -y ni eso- entendemos. El rock andaluz es como una pizza de esa pizzería primordial de nuestra gaditana provincia, El Tabita's: robada la receta secreta al Ejército de los Estados Unidos en Rota, asimilada de aquella manera e interpretada con los ingredientes del suelo, quizá no se la podría reconocer en la receta original extranjera pero su éxito se propagó como la pólvora. Y, quién lo va a negar, su consumo tiene más de encanto folclórico que de hipócrita actividad gourmet. La hipótesis lingüística de Sapir-Whorf postula que el idioma que habla una persona determina las categorías que encuadran su concepción del mundo: ¿qué menos el cante que a uno le sale de las vísceras? La “hipótesis de Santos-Pastor”, alias Manuel Agujetas,  suena aún más tajante: "Una persona si sabe leer y escribir ya no puede cantar flamenco, porque entonces pierde la pronunciación". Basta y sobra para sospechar que cuando los sevillanitos escuchaban a Ray Charles o Mick Jagger sus oídos no captaban lo mismo que esos gringos benditos que venían a robarles sus mujeres y su pop casposo. En sus cabezas, las voces rotas del blues ya eran traducidas al quejío. Si estas hipótesis son ciertas, un sevillano o un gaditano nunca lograron escuchar a Hendrix, sino algo parecido a lo que décadas después sacaría de su guitarra Paco de Lucía en San Francisco. Cuando uno va al Tabita’s y pide una Súper (o dos), le ruegan que espere unos veinte minutos. Aquí también se estaba cociendo algo gordo… Sólo faltaba que alguien se atreviera a decirlo. Que alguien acertara a publicar aquel secreto a voces. Pero esa es otra historia que merece ser cantada.

Sobre el autor:

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Óscar Carrera

Estudió filosofía, estética e indología en las universidades de Sevilla, París y Leiden. Autor de 'Malas hierbas: historia del rock experimental' (2014), 'La prisión evanescente' (2014), 'El dios sin nombre: símbolos y leyendas del Camino de Santiago' (2018), 'El Palmar de Troya: historia del cisma español' (2019), 'Mitología humana' (2019) y la novela 'Los ecos de la luz' (2020). oscar.carrera@hotmail.es

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