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Reseña de la 'Farándula', de Marta Sanz, y 'El mundo de la tarántula', de Pablo Carbonell.

Sabido es que el género teatral goza de poco predicamento en las editoriales y las librerías, a menos que se trate de lecturas obligatorias de centros de enseñanza y de clásicos por los que no pasa el tiempo: léase Shakespeare, por ejemplo, de quien este año se celebra el 400 aniversario de su muerte. A los autores contemporáneos, salvo honradas excepciones, les cuesta un mundo que las editoriales publiquen esos textos que son aplaudidos en los escenarios -de hecho, algunos sellos especializados perecieron en el intento- y, más aún, que se vendan mínimamente, arrinconados por lo general en algún estante oculto de las librerías. Tienen más posibilidades los recuerdos de una actriz, un estudio sobre un autor determinado y, por supuesto, las novelas que ponen su punto de mira delante o detrás del telón.

Entre las recientes novedades, me gustaría destacar dos títulos que confirman esta ley de vida no escrita. Se trata de las memorias de Pablo Carbonell, El mundo de la tarántula, y de la obra ganadora del último Premio Herralde de Novela, Farándula, de Marta Sanz. Ambas abordan la experiencia teatral desde dentro, el primero relatando en primera persona sus vicisitudes con un arte que nunca ha abandonado, y el segundo metiéndose en la piel de diferentes actores que protagonizan una novela coral en torno al mundo de la escena.

Vayamos por partes. Pablo Carbonell no necesita presentación. De él se ha dicho y se ha visto todo. ¿Cómo pueden ser sus memorias? Sí, habéis acertado, descojonantes. Tomando el título prestado de una impagable frase de su madre para referirse al espectáculo teatral y al artisteo, Carbonell nos cuenta sin morderse la lengua -conociéndole, solo faltaría eso- sus difíciles inicios en el mundo artístico en compañía del desaparecido Pedro Reyes y, antes de eso, sus tumbos -que incluyen variadas experiencias laborales, sexuales y ácidas- para buscarse la vida en el entorno de una familia singular y una ciudad que se quedaba pequeña para sus futuras aspiraciones. Frustrado dibujante de cómics, Carbonell empieza a hacer sus primeros pinitos en televisión con el propio Reyes, y pronto su vis cómica encuentra acomodo en espacios como La bola de cristal. El resto de la historia -externa- es de sobra conocido: Caiga quien caiga, El peor programa de la semana, Los toreros muertos, Hospital central, apariciones como actor en películas de todo tipo y su debut como director en Atún y chocolate. La ventaja y lo que nos aporta El mundo de la tarántula es que Pablo nos cuenta todo eso desde dentro, sin escatimar collejas, desencuentros y halagos a miembros de la profesión como productores, directores, técnicos e imprescindibles del mundo artístico como El Gran Wyoming.

El tono de Carbonell es más que distentido, sincero hasta cotas difíciles de superar, y llega a resultar enternecedor cuando dedica un buen número de páginas a la enfermedad y fallecimiento de su hermana. Sin embargo, este aparente cambio de tercio no resulta brusco, sino que se inserta con naturalidad en el meollo de un libro que podríamos subtitular perfectamente como "Las alucinantes aventuras de Pablo Carbonell".

La novelista Marta Sanz, dueña ya de una decena de novelas, no se muerde tampoco la lengua en el adiposo tejido narrativo de su Farándula. La autora relaciona las vidas de unos atribulados personajes unidos por el cordón umbilical del teatro, ese que dicen nunca se corta del todo: tenemos al actor prestigioso que vive en París y cuyo estatus amenaza con derrumbarse, a la actriz retirada que lo fue todo en la escena, a la joven prometedora que parece querer comerse el mundo, al veterano descreído que trata de llevarlo lo mejor posible, a la actriz cincuentona que nota que va perdiendo fuelle y papeles de fuste, y a la pareja de actores que tratan de ser íntegros hasta el final. A todos ellos los pone Sanz sobre las tablas en largos monólogos o en actos descritos por un narrador omnisciente que hace las veces de apuntador, apostillando sus pensamientos sin ninguna piedad, abusando -en el mejor sentido de la palabra- de la esgrima verbal, de la verborrea tan cara a las bambalinas y pródiga en pullazos, envidias, resentimientos y salidas de tono.

La arquitectura de la novela de Sanz es magnífica, diseñando un escenario en el que nadie se siente a gusto y que hará las delicias del espectador-lector para ver cómo acaba sus días cada miembro, que no arquetipo, del elenco. Quiero pensar que, a pesar de la "mucha mierda" que Sanz suelta sobre cada uno de ellos, y que la obliga sin remisión a desmelenarse para lograr que la tensión no se rebaje en ningún momento, su intención última ha sido rendir homenaje a un arte en permanente fuga, un arte que se evapora después de cada representación y que siempre es irrepetible, y a esos hijos de la farándula que duermen el sueño de los justos. Creo que la autora lo deja claro cuando presenta a una actriz que es capaz de hacer doblete laboral e interpretar al mismo tiempo sobre las tablas Eva al desnudo y un esperpéntico show televisivo de búsqueda de parejas. Hay categorías y categorías, y la televisión hoy día -series y programas puntuales aparte- parece estar en el escalafón más bajo.

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Juan Carlos Palma

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