Ana Rubio, 101 años de valentía: "Yo voy a matar al covid"

Ha vivido casi dos guerras, la explosión del 47, una posguerra complicada, la dictadura, la transición y ahora la pandemia. Plenamente despierta, plenamente viva, Ana Rubio es un ejemplo para todos

Ana Rubio, gaditana de 101 años, junto a miembros de su familia.
Ana Rubio, gaditana de 101 años, junto a miembros de su familia.

Dedicada a Ana y José María, sus hijos.

A Laura, Cristina, Elena, Ana y Antonio, sus nietos.

A Álvaro, su biznieto.

Va a cumplir 101 años el 23 de mayo. Y quizás no sea consciente del valor de su tiempo para los demás, de cómo nos miramos en ella para saber que hay esperanza. Ha vivido casi dos guerras, la explosión del 47, una posguerra complicada, la dictadura, la transición y ahora la pandemia. Plenamente despierta, plenamente viva, Ana Rubio es un ejemplo para todos. Y es más que merecedora de todos los homenajes posibles. Pocos son. Pero aquí estamos para ella y por ella, y además es casi la abuela de todos en mi familia. El día que la vacunaron fue un acontecimiento. Una cosita más, un paso adelante, otra etapa.

Llegamos a casa de su hija, Ana también, en Cádiz y ya nos estaba esperando, nerviosa, impaciente y preocupada por agradar y lograr darnos la máxima información posible. Muy guapa, toda arregladita para la ocasión, menuda y aparentemente frágil, Ana conserva en la mirada la fortaleza de quien ha sido y es una mujer adelantada a su tiempo, fuerte y decidida, distinta, con las ideas claras y con un brillante sentido del humor. No se corta un pelo, ni tiene por qué, hasta aquí ha llegado pensando como piensa, hablando como habla. Madre de dos hijos, cuatro nietos y un biznieto, da gloria verla. Y sí, nos interesa saber qué opina de la pandemia y ella se lo toma con filosofía y tranquilidad. Nos invita a ser responsables, pero no hay sombra de miedo en su semblante. Eso sí, le alegra que la vacunen, pero su lógica aplastante en todas sus opiniones acerca de cualquier tema nos arranca una sonrisa cuando  nos refiere que sí, que vale, que está bien, pero a estas alturas, ¿pa qué?

Conocer a fondo a la abuela Ana es una delicia y un regalo. Lo queremos compartir con todos los lectores, y avisamos que se trata de una transcripción de una hora y media de conversación fluida, algo caótica, de un tema a otro, pero absolutamente maravillosa, que nos sirve para contemplar con fascinación el alma de quien es historia viva de nuestro tiempo.

¿Cómo estás Ana? ¿Cómo te encuentras?

Pues no me quejo. Aquí estamos. Pregúntame cosas.

Bien. La gente querrá conocer mucho de ti. El mundo ha cambiado mucho desde que llegaste. Así que vamos a remontarnos a la niñez. ¿Te acuerdas de tu etapa en el colegio?

Estuve en el colegio desde los cuatro hasta los once años, porque solo había tres clases. Yo era la primera de la primera clase. Dejé de ir porque me enseñarían lo mismo y para hacer lo mismo, pues no fui más. No como mi hija que empezó a ir a los seis años. Pero yo no la despertaba, me daba pena, sobre todo los días de lluvia. Y fíjate, en octubre empezaban las clases, pues en octubre tenía seis años y en mayo, que todavía no había cumplido los siete, ya hizo la comunión. Y mira ahora, que para hacerla tienen que hacer dos años de catequesis. Después de hacer la comunión, la llevaba en brazos al colegio.

Pero no tuviste una hija solo ¿no?

También un niño (José María Aciara, allí presente durante la entrevista). Cuatro kilos y setecientos gramos pesó al nacer. Me dijo la matrona quepor cinco minutos no nació muerto, porque tenía tres vueltas del cordón en el cuello. Era enteramente un negro. Lo metían en agua caliente y en agua fría. Fue reanimándose y empezó a llorar como los gatitos. Un niño tan grande. Fíjate tú. El cuerpo mío con cuarenta kilos,  y yo lo llevaba en brazos, sin carrito. Cuando iba a la compra me cogían al niño para ayudarme,porque con las bolsas y el niño no podía.

Una vez fui a comprar harina de arroz, a ver si comía algo a parte del pecho. Y la dueña de la tienda me preguntó que qué comía el niño hasta ahora. Cuando le dije que solo el pecho, me dio un bote de leche condensada para que me la comiera yo, de lo esquelética que estaba. El niño me lo había quitado todo. Estuve amamantándolo un año y dos meses y lo dejó, sin médico ni Porque la leche de este pecho se me puso salá y el otro muy dulce, muy dulce. Cuando fue a tomar el pecho, me dijo «NO». Lo primero que habló en toda su vida. Lo llevaba en brazos a la plaza ¡no pesaba el niño !

¿Qué recuerdas de tu juventud?

Tengo muchos recuerdos. A mi madre le gustaba salir una cosa mala, todo lo que no me gusta salir a mí, le gustaba salir a ella. Nos llevaba a ver a la Majestad en Público. Iba el cura bajo palio con el cáliz dándole la comunión a todos los enfermos del barrio. Nos llevaba de una parroquia a otra. La primera salía de la Catedral Vieja, la segunda, del Rosario, la tercera de San Lorenzo y la cuarta no me acuerdo quién era. Pues a todo eso nos llevaba. Para peinar a tres niñas no veas, una de tirones... Cuando había toros se liaba una. Todo el mundo en la calle. Se iba para ver a la gente, no a los toros. Era para ver los coches, los toreros. Claro, en aquel tiempo no había ná que ver, pues seiba a ver salir a la gente camino a la plaza. Como si se viese una cabalgata. Íbamos andando hasta la plaza de toro, todo el mundo siguiendo a los coches de caballo, era la única distracción que había.

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Ana junto a su marido.

Pero seguiste estudiando y trabajando ¿no?

Sí, como mi padre murió con 49 años, mi madre no tenía ni pensión ni nada, así que me mandaron a casa de Marcela Blanco para estudiar mecanografía y taquigrafía. Estaba en la calle Sagasta 17. Después de eso estuve trabajando en una tienda de Sombreros de la calle Ancha. París Elegante se llamaba. En aquella racha, el nombre de París no aparecía por ningún lado, no se quería saber nada de los franceses. Le pusieron Moda Elegante, entonces. Y yo llevaba los sombreros a las casas de las señoras, con catorce años. La moda antes era al revés que ahora: todas las señoritas iban igual con el mismo modelo de sombrero. Eso de ir distintas, no se llevaba. Y yo me movía por la Alameda, la Plaza de San Antonio, pero sobre todo iba al barrio de San Carlos, y la Calle Isabel la Católica. En Puerta Tierra me daban una peseta de propina, pero las señoritas me daban un real. Una vez al bajarme del tranvía me caí con el sombrero. (Risas). Que se quedaba parao el tranvía más veces, como iba con la electricidad… El tranvía echó a andar y yo rodando por el suelo. La cartonera espachurrada, no sé si el sombrero lo cogerían en condiciones. Lo que ganaba era un real al día. Me pagaban a la semana 6 reales, así que al mes cuatro pesetas y 50 céntimos, incluida caída (Risas).

Y de amores: ¿Cuándo conociste a tu marido? ¿Tuviste solo un novio o hubo más?

Conocí a mi marido con catorce años. En la esquina de mi casa había un bar y paraban, por lo menos, 40 muchachos. Un día iba yo muy mona y le digo a mi amiga «¡qué muchacho más mono! Me respondió «Pues lleva unos cuantos días que está viniendo». «Ah, pues yo no lo había visto, pues es monísimo» le dije. Me voy por la calle la Torre, empezando la calle la Rosa y me dice: «Niña ¿dónde vas? ¿Te acompaño?». Le digo «claro, acompáñame si quieres. Yo voy hasta la calle Ancha» y me respondió «yo voy donde sea». Yo tenía 14 y el 18. Era muy alto y monísimo. Yo no sé en qué se fijaría en mí. Y desde entonces.

Pero después siempre estábamos discutiendo, por cualquier cosa nos peleábamos. También me he reído muchísimo con él. Pero por cualquier pamplina. A lo mejor me asomaba por el balcón y me decía que por qué me asomaba. Joe po pa ve a la calle, ¿pa qué te asomas a los balcones?

¿Lo conociste antes o después de la guerra?

Fue antes. Después se lo llevaron y estuvo tres años. Durante la guerra lo vi solo una vez, cuando vino de permiso por enfermedad. Iba por Don Benito, Badajoz. Venían tres días con el calor, la manta, tó los cacharros y muertos de sed y se pusieron a beber de un pozo. Colaban el agua, pero cuando llegaron al fondo del pozo se encontraron un soldado muerto y cogieron la fiebre tifoidea. Hasta entonces no había venido nunca de permiso, hacía una año y medio que estaba en el frente. Al salir del hospital se vino unos días para Cádiz. Mira, esto es curioso. Antes de irse a la guerra se encontró una gata en la calle. Como le gustaba tanto los animales, cuando la vio se la metió en el bolsillo y se la llevo a su casa. La gata sentía los pasos de mi marido al llegar del trabajo y salía corriendo para verlo. Cuando vino de permiso, la gata salió corriendo al entrar mi marido por la casapuerta y dice mi suegra «Uy mi hijo José», después de año y medio el animalito lo conoció. Así se enteró mi suegra que ya tenia al hijo en casa.

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La gaditana de 101 años recibiendo recientemente la vacuna contra la covid.

Solo os visteis una vez, pero ¿no supiste de él durante el tiempo que estuvo en el frente?

Sí que sabía. Mi marido estaba de ayuda de cámara de un Comandante que vivía en la Calle Real, en un chalet en San Fernando, entonces mi suegra iba al Café Saimaza que estaba en la calle Ancha, en la esquina donde después estuvo La Camelia y le compraba el café. Iba a San Fernando y le llevaba su café a la mujer del comandante para saber cómo estaba su hijo. El comandante, cuando llegaba a un pueblo, dormía o en el ayuntamiento o a una casa. El comandante no iba a dormir en una caseta de campaña. Y mi marido iba con él. Él llamaba a su señora o le daba razón como fuera. Y yo iba y ya me decía dónde y cómo estaba. Cuando nos casamos el padrino de mi boda fue Don Gregorio Pérez Gutiérrez, el Comandante. Nos regaló los gastos del papeleo de la boda. ¿Y tú sabes lo que le pasó a mi marido en la guerra? A este hombre no lo sé, porque estuvo a punto de morirse por lo menos 8 veces. Mira, los soldados iban a caballo, a dar el parte de guerra, las noticias. Iba un soldado a caballo y tú sabes cuándo se van los caballos muy ligeros y con el viento pues la camisa se despega del cuerpo, como un globo. Pues una bala le traspasó la camisa por la espalda sin rozarlo. Mi marido me dijo: «Yo sentí un tirón y cuando me bajé vi en la camisa un agujero aquí y otro aquí».

¿Cómo es eso de que estuvo a punto de morir ocho veces?

Otra vez perdió toda la sangre del cuerpo. El médico fue a mi casa de madrugada y dijo «Quien quiera dar sangre que se vaya al hospital». Entonces mi suegra, una vecina mía y yo nos fuimos. Y la sangre que le valía era la mía porque la tengo universal. Se llevaron un poco de sangre de mi suegra, por si le valía para su hijo. Y a mi vecina no se lo sacaron. Pero fue suficiente con mi sangre. Cuando los médicos me vieron, me dijeron ¿tú eres quien va a dar su sangre? Porque era muy menudita. Por eso siempre he dicho que mis hijos son de mi sangre, pero mi marido también lo es, porque yo le di mi sangre cuando estuvo malo. Qué mal lo pasé, los médicos decían que a la mañana siguiente no llegaba. Teníamos que ponerle hielo. Lo comprábamos en el muelle pesquero, eso fue el último día de enero, con un frio que hacía. Y le ponían la nieve en el estómago para que no tuviera más. Esa es una vez, pero otra estando acostado se cayó al suelo, con otra hemorragia.

Esa otra vez, le dijo el médico: «si usted quiere morir, siga bebiendo, si no se quiere morir…» Y eso le hizo bien. Cuando fuimos, camino a casa, entró en un bar de la calle Sagasta y se tomó una copa de Coñac y dijo «al carajo el vino» y no volvió a beber. Como estuvo tan grave, Doña María Martínez de Pinillo, que era la benefactora del colegio de La Palma, se enteró y fue a verlo. Y le dio una medallita de la Milagrosa y me dijo: «¡Qué casamás bonita tiene usted!”, y ella vivía en un palacio. Yo tenía colchas que le había hecho a mi hija con volantes y punto de cruz, que por aquel entonces no se llevaba el volante. Y unas cortinas muy bonitas de encaje que la había cogido de la guerra. En una de las casas vacías donde había entrado mi marido se trajo las cortinas. Después tenía un cuadro en el comedor de la Santa Cena y en el dormitorio otro. Y a ella le llamó la atención la diferencia de mi casa con otras de la Viña.

¿Qué recuerdas de la guerra?

En la calle Trinidad había pistoleros de las fuerzas españolas y disparaban. Estaban lo moros en el corralín con los corderos, que los ataban a los árboles y allí los destripaban. Una vez le dijeron a mi madre que abrieran las puertas de los balcones, pero ella se enteró que las cerrase y cerró el cristal y las maderas. Y los moros se ponían en el escalón del jardín por ver si en la calle disparaban. Al día siguiente, la madre de mi amiga Mercedes le preguntó: «¿Qué le pasó ayer con los moros?». «Me dijeron que cerrase las puertas», dijo mi madre. «Lo que le dijeron fue que abriera usted las puertas» contestó. Menos mal que no dispararon. Les disparaban desde la calle de atrás y como el balcón daba a la calle de atrás pues podían ver si había gente que les pudiera disparar. Estuvimos todo el día a oscuras. Yo me quede hasta dormía, claro, todo oscuro. Mi cama daba a la calle.

Posguerra: "No había comida. Como habían bombardeado to los campos pos no se podía sembrar. De pescado na más que traían cachucha. Había veces que después de estar toda la noche en la cola, a la mañana les decían que no había pescao"

La posguerra fue dura ¿verdad?

No había comida. Como habían bombardeado to los campos pos no se podía sembrar. De pescado na más que traían cachucha. Había veces que después de estar toda la noche en la cola, a la mañana les decían que no había pescao. Y llegaba la cola desde la puerta de la plaza hasta la calle de la Pelota, la calle San Juan, la Catedral. Tampoco había pan, como no se podía sembrar. La gente, no veas tú, luego no te daban más que dos kilos de cachucha. Y la gente se metía por la ropa y luego lo tenías que lavar enseguida porque fíjate el olor a cachucha. Mi marido lo aborreció. Había gente que cogía neumonías por guardarse el pescado en el pecho, con la frialdad. Y el pan. Mira el pan era de maíz, no se podía mojar la pringá. Valía cinco céntimos, lo daban un día sí y otro no. A mí no me gustaba ese pan y se lo daba a mi hermana. Mi madre compró tres cartillas de racionamiento para poder tener más comida. Gente que no tenía, por cinco duro y después no podían coger . La gente vendía las cartillas para tener más dinerito y mi abuela compró tres más para tener más raciones. Y ya cuando daban el aceite pues ya tenía más cantidad. Al aceite le decían el espejo de la mujer. Antes de echarlo en la comida se miraban. Y con todo eso era más agua que aceite.

¿Y la explosión?

Yo tenía en la mesa, entonces se llevaba, un verdón, que era una botella y un vaso del mismo color boca abajo. Pues se cayó al suelo, con lo lejos que estábamos, ya que la explosión fue cerca de la Iglesia de San Severiano. Vino la Guardia Civil y tuvimos que irnos porque nos dijeron que había más cantidad. Habría que irse a un sitio seguro, a La Caleta. A las cuatro de la madrugada o así la Guardia Civil nos dijo que podíamos volver a nuestras casas, que habían venido de San Fernando y ya la desactivaron. Y mi marido con un pañuelo con cuatro nudos en la cabeza. Porque no le podía dar la humedad, como era de noche. (Risas)

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Ana Rubio junto a otros miembros de su familia.

¿A qué época de tu vida te gustaría volver?

En las épocas buenas de mi vida sí, en las malas no. Cuando nació este (refiriéndose a su hijo José María, sentado a su lado) que era muy grande y la gente me cogía al niño por los callejones y me lo llevaban hasta mi casa. Cuando me dieron el piso nuevo. La casa nueva, cuando nos la dieron en el 68. Las primeras casas de Puerta Tierra. No había edificios delante.  O el viaje a Londres que hice con mi familia. Yo tenía, por lo menos, ochenta y tres años. Me gustó el avión, si hubiera un vendaval pues mira, pero como estaba tranquilito, todo bien, y la vuelta igual.

Me encantó la puesta de sol. Qué lástima, tanto como mi marido me había dicho que fuésemos a Cuba y yo le decía que fuera él con nuestros hijos. Una vez le tocó a mi marido un viaje a Canarias y lo devolvieron porque a mí me daba miedo del barco y del avión.

¿Te gusta bailar o bañarte en el mar?

Yo siempre he sido muy lacia. No me ha gustado jamás bañarse en la playa ni bailar.

¿Te gusta el Carnaval o la Semana Santa?

El Carnaval, no. Y la Semana Santa tampoco, porque no me gusta que la Virgen, que lleva al hijo muerto delante, vaya tan arreglada, con una corona de oro y un manto bordado. ¿Eso está bien? Ninguna madre que se le muera un hijo va así y por eso no me gusta la Semana Santa.

Ya te han puesto la vacuna del covid...

A mí no me va hacer efecto ni la vacuna. (Risas) Yo voy a matar al covid.

¿Y de los políticos de ahora qué piensas?

Pues lo que yo veo es que vienen a ver que se puedan llevar. Y ahora, mira la niña que ha perdido un ojo por meterse donde no le importa. Y ahora la niña se pone ahí por el cachondeo y le dan un pelotazo. Si el otro está en la cárcel porque habrá hecho algo (refiriéndose al rapero). Pocos están en la cárcel para la de ladrones que hay. Pero yo en política, no me meto.

Sobre el autor:

Rosario Troncoso.

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